n programa de la televisión francesa seguido por numerosos espectadores se denomina comer es votar
. Este título ilustra hasta qué punto la manera de nutrirse posee un influencia capital sobre la conducta general de los ciudadanos franceses e, incluso, sobre sus preferencias y opiniones políticas. Sin duda, lo mismo podría decirse de los ciudadanos de muchos otros países, y, tal vez, de todos los países del planeta.
Comer no es sólo necesario para mantenerse en vida, es asimismo el respeto de las tradiciones, la elección de una cultura, el culto de los recuerdos de la infancia, en suma, una civilización.
Una de las controversias más virulentas de estos últimos años se ha dado a propósito de la instalación en París y otras ciudades de Francia de los restaurantes McDonald’s o quickservice. Su sistema de distribución de comida rápida y bajo precio chocó de frente las costumbres alimenticias establecidas desde hace siglos entre los pacíficos indígenas, originarios o más recientes habitantes de esta nación.
Después de un primer momento de estupefacción, sin poder creer lo que veían, pasaron al enojo. Era una violación. ¿Cómo era posible ingerir tales cosas y considerar haber hecho una comida al absorber un residuo alimenticio apenas más consistente que las píldoras a las cuales son condenados los cosmonautas? Un horror. Y, sobre todo, una agresión.
La tradición sagrada de la comida en casa, alrededor de la mesa de familia, o la salida al restaurante donde es bien visto tener sus hábitos y ser reconocido cuando se llega, después de reservar su mesa, donde se le servirá un espléndido banquete, un festín como se debe con entrada, plato, queso y postre.
Todo este ritual de la vida en sociedad se veía sacudido por costumbres de salvajes, urgidos de terminar lo más pronto posibles con la ceremonia. Así, ver estos nuevos establecimientos esparcirse por todos lados constituyó un fenómeno sufrido muy pronto como una invasión.
Como los franceses no han resuelto de manera tajante y con claridad si, al término de la Segunda Guerra Mundial, los estadunidenses los habían liberado o invadido, esta nueva invasión, ahora de orden gastronómico y no militar, se avinagró, para así decirlo en términos de cocina. Cabe recordar que en la cultura francesa el arte culinario se considera una manifestación indiscutible y privilegiada del savoir vivre. Un libro que se consulta con gran respeto es la famosa guía Michelin. Es un anuario donde están consignados todos los restaurantes del país, clasificados en orden por una jerarquía sin piedad. Los rangos van de un tenedor, símbolo del establecimiento más ordinario, hasta la gloria de los tres macarrones, los cuales indican simplemente: vaut le voyage (vale la pena el viaje). Los más grandes chefs, los Bocuse, Robuchon, Manière o Guérard, famosos cual stars, defienden sus tres macarrones como a la pupila de sus ojos. Un suceso trágico forma incluso parte de la leyenda de la guía Michelin. Dado que su clasificación se renueva cada año, una bella primavera, el chef Loiseau, quien poseía tres macarrones, perdió uno. Ante esta afrenta, se suicidó. Siguió el ejemplo de Vatel, el cocinero del príncipe de Condé, quien se dio la muerte en una extraordinaria reacción de amor propio, después de una cena en honor del rey, donde el pescado servido a los convidados carecía de frescura. Historia narrada con ingenio y talento por la marquesa de Sévigné en una de las cartas escritas regularmente a su hija, alejada de París, para mantenerla informada de las novedades de la corte. Este drama da una idea del culto al arte gastronómico observado en la tradición francesa. ¿Cómo resignarse, entonces, a la invasión de los McDonald’s y otros quickservice? ¿Quién podría, así, asombrarse cuando, durante ciertas manifestaciones populares estos establecimientos son tomados como blanco de violencias? Después de todo, una cultura se defiende como quiere. O como puede.