ay que decirlo sin tapujos: el primero de julio de 2018 no tuvo lugar una elección, sino una insurrección para deponer a un régimen y lo que le sigue no es un cambio de gobierno, sino una revolución, es decir, la destrucción del viejo orden político y social y la construcción de uno nuevo. Una porción de los ciudadanos que acudieron a las urnas el año pasado eligieron en forma positiva el proyecto de nación enarbolado por López Obrador, pero muchos otros se manifestaron en contra de la continuidad del ciclo neoliberal y de la corrupción, la injusticia y la criminalidad gobernantes hasta entonces y no votaron con la razón sino con la rabia acumulada de más de tres décadas de agravios. El que uno y otro procesos se hayan ceñido a las vías legales y a métodos pacíficos no los hace ni menos insurreccional ni menos revolucionario. En tanto las derechas –y una parte de las izquierdas– sigan queriendo reducir ambos fenómenos a una elección y a una sucesión presidencial y a analizarlos con las lógicas políticas del viejo régimen, estarán condenadas a no entender nada de nada por una simple razón: esas lógicas se derrumbaron y se descoyuntó el aparato con el cual la oligarquía corrompida se perpetuaba en el poder.
Lo anterior no significa que la disputa por el poder se haya resuelto de manera definitiva y ni siquiera en forma perdurable; en cambio, se trasladó de las calles y las urnas al seno de las instituciones del Estado, donde se desarrolla una lucha de posiciones tan pacífica como intensa. Barrer las escaleras de arriba hacia abajo
, como lo ha preconizado López Obrador, no es una tarea sencilla ni de obvio desenlace. La oligarquía neoliberal creó durante décadas un sistema de trincheras y barricadas en comisiones, institutos y organismos autónomos de los cuales aún mantiene el control parcial o total; en el Judicial, en los gobiernos, congresos y judicaturas estatales, e incluso en dependencias del Ejecutivo federal, hay enquistadas una multitud de rémoras personales y grupales que siguen operando para los intereses corporativos que coparon la totalidad del poder público hasta 2018. Su capacidad para obstaculizar, torpedear o sembrar confusión no debiera menospreciarse. Signo de los tiempos, en tales escenarios las batallas correspondientes han de librarse con buenos modales republicanos o, en los casos más extremos, por la vía de los tribunales y de las cámaras legislativas.
Lo más preocupante –por su poder de alimentar la violencia y de desestabilizar– es la persistencia política de grupos e individuos del viejo régimen vinculados con la criminalidad organizada. Para esa alianza, un objetivo meridianamente claro sería crear o exacerbar conflictos entre el gobierno lopezobradorista y movimientos sociales y populares, o bien propiciar la agudización de la oleada delictiva. Por ejemplo, es difícil desvincular el atrincheramiento en el cargo del fiscal impuesto en Veracruz por Miguel Ángel Yunes, Jorge Winckler, con el recrudecimiento de la violencia criminal en esa entidad. Y desde luego, dista mucho de ser el único caso.
En forma paralela a esas pugnas, fuera de las instituciones, en el terreno de la opinión pública –medios y redes– tiene lugar una intensa batalla en la que los derrotados de julio conservan una estridencia desmesurada y desproporcionada con respecto a su capacidad de organización, por más que sus argumentos suelen mellarse muy rápido por efecto del descrédito en retrospectiva: los que más gritan son los que llevaron al país a la catástrofe y sus voceros e ideólogos de siempre. (Una pregunta insoslayable es quién paga ahora a los enjambres de bots y trolls que permanecen tan activos como lo estaban hasta antes del primero de julio, si no es que más.)
Las confrontaciones en estos y otros escenarios entre la Cuarta Transformación y el régimen derrotado –que es mucho más que una estructura política y que se extiende hasta el ámbito de los reflejos mentales– agregan confusión a la naturaleza desconcertante de los momentos revolucionarios, que pueden caracterizarse como coyunturas en las que lo viejo no acaba de derrumbarse y lo nuevo no ha terminado de nacer. El lunes próximo se cumplen los 100 primeros días de la presidencia de López Obrador y sería disparatado pretender que en ese lapso se hubiese dirimido en su totalidad la erradicación de las miserias que han caracterizado el ejercicio del gobierno por las camarillas neoliberales o que se hubiese culminado la construcción de un orden nuevo en el país. Esos procesos se llevarán tiempo; seis años, para ser optimistas.
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