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Vox Libris
La vida breve
Periódico La Jornada
Domingo 3 de febrero de 2019, p. a12

La vida breve, novela de Juan Carlos Onetti, tiene de protagonista a Juan María Brausen, empleado de una agencia de publicidad en Buenos Aires. Su mujer, Gertrudis, es operada de un cáncer de pecho. Esta mutilación expresa para su marido la muerte del amor, el asco de su propa vida, y para compensar ese vacío físico que detendrá sus caricias, él imagina historias: la de Santa María, y la de un médico llamado Díaz Grey. Pero no sólo desea imaginar que es otro, también quiere serlo. Es la novela inaugural de Santa María, el territorio imaginario de la narrativa onettiana. La obra maestra de Onetti que apareció en 1950 es publicada en edición de Bolsillo por Penguin Random House. Con autorización del grupo editorial ofrecemos a los lectores de La Jornada un fragmento del libro.

I. SANTA ROSA

–Mundo loco –dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese.

Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía.

Cuando su voz, sus pasos, la bata de entrecasa y los brazos gruesos que yo le suponía pasaban de la cocina al dormitorio, un hombre repetía monosílabos, asintiendo, sin abandonarse por entero a la burla. El calor que la mujer iba hendiendo se reagrupaba entonces, eliminaba las fisuras y se apoyaba con pesadez en todas las habitaciones, en los huecos de las escaleras, en los rincones del edificio.

La mujer iba y venía por la única pieza del departamento de al lado, y yo la escuchaba desde el baño, de pie, la cabeza agachada bajo la lluvia casi silenciosa.

–Aunque se me destroce a pedacitos el corazón, le juro –dijo la voz de la mujer, cantando un poco, cortándosele el aliento al final de cada frase, como si un empecinado obstáculo surgiera cada vez para impedirle confesar algo–. No le voy a ir a pedir de rodillas. Si él lo quiso, ahora lo tiene. Yo también tengo mi orgullo. Aunque me duela más que a él mismo.

–Vamos, vamos –conciliaba el hombre.

Escuché por un rato el silencio del departamento en cuyo centro repiqueteaban ahora pedazos de hielo remolineados en los vasos. El hombre debía de estar en mangas de camisa, corpulento y jetudo; ella muequeaba nerviosa, desconsolándose por el sudor que le corría en el labio y en el pecho. Y yo, al otro lado de la delgada pared, estaba desnudo, de pie, cubierto de gotas de agua, sintiéndolas evaporarse, sin resolverme a agarrar la toalla, mirando, más allá de la puerta, la habitación sombría donde el calor acumulado rodeaba la sábana limpia de la cama. Pensé, deliberadamente ahora, en Gertrudis; querida Gertrudis de largas piernas; Gertrudis con una cicatriz vieja y blancuzca en el vientre; Gertrudis callada y parpadeante, tragándose a veces el rencor como saliva; Gertrudis con una roseta de oro en el pecho de los vestidos de fiesta; Gertrudis, sabida de memoria.

Cuando volvió la voz de la mujer pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua.

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▲ Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994), en imagen incluida en el libro publicado por Penguin Random House.Foto © Getty Images

–Se me podrá destrozar el corazón –dijo al lado la mujer– y a lo mejor ya no volveré a ser nunca la misma de antes. Cuántas veces me hizo llorar Ricardo como una loca, en estos tres años. Hay muchas cosas que usted no sabe. Esta vez no me hizo nada peor que otras cosas que me ha hecho antes. Pero ahora se acabó.

Debía de estar en la cocina, agachada frente a la heladera, rebuscando, refrescándose la cara y el pecho con el aire helado donde se endurecían olores vegetales, aceitosos.

–No voy a dar un solo paso aunque se me destroce el corazón. Aunque venga a pedirme de rodillas…

–No diga eso –dijo el hombre. Había caminado, supongo, sin ruido hasta la puerta de la cocina, y con un brazo peludo apoyado en el marco y el otro encogido sosteniendo el vaso miraría desde arriba el cuerpo acuclillado de la mujer–. No diga eso. Todos tenemos errores. Si él, digamos... Si Ricardo viniera a pedirle…

–No sé qué decirle, créame –confesó ella–. ¡He sufrido tanto por él! ¿Nos tomamos otro, le parece?

Tenían que estar en la cocina porque escuché golpear el hielo en la pileta. Abrí otra vez la ducha y removí la espalda bajo el agua mientras pensaba en la mañana, unas diez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidadosamente, o de un solo tajo que no prescindía del cuidado, el pecho izquierdo de Gertrudis. Habría sentido vibrar el bisturí en la mano, sentido cómo el filo pasaba de una blandura de grasa a una seca, a una ceñida dureza después.

La mujer resopló y se echó a reír; alterada por el rumor de la ducha, me llegó una frase:

–¡Si supiera cómo estoy de los hombres! –Se alejó hacia el dormitorio y golpeó las puertas del balcón–. Pero ¿me quiere decir cuándo va a llegar la tormenta de Santa Rosa?

–Tiene que ser hoy –dijo el hombre, sin seguirla, alzando la voz–. No se apure, que antes de la madrugada revienta.

Entonces descubrí que yo había estado pensando lo mismo desde una semana atrás, recordé mi esperanza de un milagro impreciso que haría para mí la primavera. Hacía horas que un insecto zumbaba, desconcertado y furioso entre el agua de la ducha y la última claridad del ventanuco. Me sacudí el agua como un perro, y miré hacia la penumbra de la habitación, donde el calor encerrado estaría latiendo. No me sería posible escribir el argumento para cine de que me había hablado Stein mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa. No era posible olvidarlo, aunque me empeñara en repetirme que había jugado a mamar de él, de aquello. Estaba obligado a esperar, y la pobreza conmigo. Y todos, en el día de Santa Rosa, la desconocida mujerzuela que acababa de mudarse al departamento vecino, el insecto que giraba en el aire perfumado por el jabón de afeitar, todos los que vivían en Buenos Aires estaban condenados a esperar conmigo, sabiéndolo o no, boqueando como idiotas en el calor amenazante y agorero, atisbando la breve tormenta grandilocuente y la inmediata primavera que se abriría paso desde la costa para transformar la ciudad en un territorio feraz donde la dicha podría surgir, repentina y completa, como un acto de la memoria.

La mujer y el hombre habían vuelto, perdiéndose, a la habitación.

–Le juro que locura como la nuestra no hubo –había dicho ella al salir de la cocina (...)