a imagen es una simplificación, desde luego, pero sirve para ilustrar la forma en la que se han movido México y Sudamérica en el espectro político desde mediados del siglo pasado: cuando en este país predominaban gobiernos con sentido de bienestar social en lo interno y orientación soberanista en las relaciones exteriores, Sudamérica era presa de gorilatos y regímenes descaradamente oligárquicos que adoptaban en automático los lineamientos de la política exterior del Departamento de Estado. Dos momentos ilustrativos fueron la expulsión de Cuba de la Organización de los Estados Americanos (OEA), en 1962, y el posterior bloqueo diplomático de la isla por casi todo el continente, dos años más tarde, y el golpe de Estado en Chile de 1973; en ambos momentos, México se enfrentó en solitario, o casi, a escenarios continentales en los que Washington dictaba las reglas y los gobiernos de la región obedecían.
En 1981, en plena era de Reagan, la diplomacia mexicana no encontró en el hemisferio un aliado para asumir una postura sensata y constructiva ante la guerra de El Salvador y hubo de buscarlo en Europa (Declaración Franco-Mexicana). En los años siguientes se pudo constituir el Grupo Contadora con Colombia, Panamá y Venezuela, y el colapso sucesivo de las dictaduras (Argentina, 1983, Brasil y Uruguay, 1985) hizo posible la conformación del Grupo de Apoyo, el cual evolucionó al Grupo de Río y, posteriormente, a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe.
En la década siguiente el péndulo mexicano y el péndulo sudamericano se acercaron aun más a raíz del avance del modelo económico neoliberal en el mundo (y de su imposición en la región), en un muy coyuntural fin de la historia
cuya premisa principal prescribía la democracia parlamentaria y el libre mercado como únicos caminos posibles para los países y las sociedades. La desnacionalización, la privatización la apertura salvaje de mercados y la corrupción fueron el sello común de gobiernos como los de Carlos Salinas, su tocayo Menem, el olvidado Collor de Mello y Alberto Fujimori.
Incluso en ese momento de máxima simetría, la existencia en México de un poderoso partido de Estado marcó una diferencia significativa con respecto a los desarrollos democráticos que tenían lugar al sureste del Suchiate, en los cuales la alternancia oligárquica acabó por abrir el espacio a alternancias de modelo.
Así, a medida que México se inclinaba más y más a la derecha económica y a la supeditación a Estados Unidos, en Sudamérica surgieron proyectos de gobierno muy distintos entre sí pero que tenían como denominadores comunes las políticas de bienestar social, el rechazo a los mandatos de los organismos financieros internacionales, el impulso de la integración regional y el ejercicio de una política exterior soberana. Fue el caso de la Venezuela de Chávez (1999), el Brasil de Lula (2003), la Argentina de Kirchner (2003), la Bolivia de Evo (2006), el Ecuador de Correa (2007) y, mucho más al centro, los gobiernos del Frente Amplio en Uruguay y de la Concertación en Chile.
México estuvo a punto de insertarse en esa oleada progresista pero el fraude electoral que incrustó a Felipe Calderón en Los Pinos (2006) llevó al país al extremo opuesto y los siguientes 12 años se caracterizaron por la antidemocracia, el autoritarismo, la corrupción y la supeditación a Washington, así como por un deslizamiento al fundamentalismo neoliberal. En ese periodo trágico la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana se convirtió, junto al gobierno de Álvaro Uribe, en Colombia, en uno de los pilares del sometimiento en América Latina. Por razones contrarias a las de los años sesenta del siglo pasado, el país volvió a estar casi solo en la región.
Los gobiernos progresistas y soberanistas en Sudamérica han sido arrasados por un nuevo ciclo, hoy el subcontinente está dominado por derechas a secas o por derechas atroces (como la de Bolsonaro en Brasil) y ahora que México empieza a recuperar sus principios tradicionales (y constitucionales) de política exterior, vuelve a situarse en las antípodas y a enfrentar un panorama regional en el que se ha reconstituido el predominio diplomático estadunidense por medio de la OEA. En todo este vasto hemisferio sólo nuestro país y Uruguay (además de los casos obvios de afinidad ideológica de Cuba y Bolivia), se rehusaron a desconocer a Maduro y a seguir a Trump en la aventura golpista en curso en Venezuela.
El hecho es que de cierta manera los latinoamericanos hemos vuelto a estar representados por péndulos de movimiento opuesto: paradojas, misterios o casualidades de la historia aparte, la situación va a requerir de una diplomacia nacional robusta, dinámica y coherente para hacer frente a este escenario regional adverso y que será pertinente estudiar las experiencias del pasado para salir con bien de este presente que en la arena continental se está poniendo cada vez más oscuro.
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