esde que el primer cineasta mexicano, Salvador Toscano, escogió el ángulo exacto para dejar un testimonio veraz del paso triunfante de la revolución armada, y hasta que Rubén Gámez nos hiciera entender de una buena vez, en La fórmula secreta, testimonio filmado desde el mismo ángulo, para mostrarnos cómo esa misma revolución armada se había engañado a sí misma volviendo sobre sus pasos de puntitas, lo sobresaliente del cine nacional transcurrió entre la comercialización de esa revolución abortada y convertida en un mito intocable, así como en todo un repertorio posible de copias calcadas del teatro de farsas de bulevar.
Tendrían que imponerse los talentos de Julio Bracho, Isamel Rodríguez y Luis Buñuel, para que el cine mexicano dejara de ser un entretenimiento de poca monta. Luego, y sin escalas, el cine mexicano, entró por la puerta del olvido... y de las canciones. Su prestigio pertenecía a su prehistoria, ignorada por la mayoría.
Es hoy, cuando Roma, de Alfonso Cuarón, resurge como la obra de un cineasta capaz y consciente de su clase social, retomando con fibra la estafeta extendida por Jorge Fons, Paul Leduc y Arturo Ripstein, los realizadores de los años 70 del siglo pasado, ahora arrinconados por haber sido representantes de un cine veraz e inflexible en su propuesta.
La oferta que representa Roma, de Cuarón, no se mide sólo en su virtud de ser una película de calidad internacional, sino, además, nos ofrece la confirmación de un cineasta recio y buen conocedor de a quien representa hoy, en un país devastado por la corrupción y colgado de la brocha, que tiene la esperanza puesta en sus creadores, en que no den la espalda a un futuro distinto.
* Cineasta