l racionamiento de gasolina ha sido un golpe político maestro, como se ha dicho. Colocó a Petróleos Mexicanos (Pemex) en el centro de la agenda política nacional, le puso nombre y rostro al enemigo en una lucha que de otra manera se presenta como una frustrante cargada contra los molinos de viento de la corrupción y avanzó en su objetivo de militarizar la vida social del país. Pero, si bien el imaginario político del obradorismo ha resultado ser efectivo, la tragedia de Tlahuelilpan también descubre los límites de la imaginación económica del nuevo régimen.
Como se sabe, la importancia que este gobierno le da a rescatar Pemex va de la mano de una política de reducción de impuestos, lo que significa que los aumentos proyectados al gasto social tendrán que salir de un Pemex ya saneado, de la reducción de los gastos del propio gobierno (que se está consiguiendo con menguas salariales, despidos masivos, y reducciones presupuestales), y también de un crecimiento del PIB, que supuestamente se va a conseguir gracias a proyectos de desarrollo como el Tren Maya y el Corredor Transístmico, y a la mayor confianza de los inversionistas, propiciada por la seguridad que garantizarán las fuerzas armadas y por la reducción de la corrupción. Confiado en el éxito de esta fórmula, el presidente López Obrador ha prometido que en tres años México tendrá un sistema de salud igual de bueno que el de Canadá, pese a que ese país eroga 11 por ciento de su PIB en salud, mientras México gasta apenas 5.6 por ciento. Ha prometido que el país tendrá 100 universidades nuevas, y que sus estudiantes estarán todos becados. Etcétera.
Como sucede en todos los grandes desastres, la tragedia de Tlahuelilpan es un espejo en que se ve reflejada nuestra sociedad entera. ¿Podemos acaso ver en ella también los límites del imaginario económico del nuevo régimen? Pienso que sí.
El problema del huachicol es un efecto de la tirantez que existe entre la economía extractiva y la distribución social de la riqueza. Los ductos de gasolina son una imagen perfecta de esta tensión, porque atraviesan territorios que sin huachicol no se beneficiarían en nada de ellos. Así, los gasoductos se parecen a las supercarreteras de cuota que atraviesan nuestro país, y que relegan a pueblos y regiones enteras a ser meros espectadores de la riqueza que transportan. La gente de esos pueblos ve pasar autos a toda velocidad, pero no tienen entrada propia a la carretera. Ante una tecnología tan excluyente, las picaduras que los huachicoleros han abierto en más de 11 mil puntos sirven para extraer riqueza justamente en los lugares que de otra manera quedan al margen de todo beneficio. De hecho, el vocabulario mismo del huachicoleo es elocuente en este aspecto: “la ordeña” y “el popoteo” sugieren el gozo que trae conseguir acceso a lujos que de otra manera permanecerían encofrados en sus tubos para siempre. Puede que no seas dueño de la vaca, pero la puedes ordeñar. Quizá no tengas p’al refresco, pero al menos le puedes dar unos buenos sorbos.
Es por esto que la fuente de gasolina que brotó en Tlahuelilpan se volvió en pretexto y foco de una fiesta popular. Aquel géiser rodeado de pueblo fue por momentos como una contraparte de la Fuente de Petróleos en Paseo de la Reforma, que conmemora la apropiación del subsuelo por parte del Estado. La economía informal de Tlahuelilpan celebró por fin un brote local de aquella riqueza. Se bañó en ella, y jugó en el lujo embriagante de su derrama. Se bautizó en aquella gasolina y terminó siendo consumido en sus llamas.
El presidente López Obrador no se equivoca cuando declara la necesidad de complementar la vigilancia militar de la gasolina con proyectos de gasto social y desarrollo a todo lo largo de los ductos. Si se quiere evitar el popoteo, hay que ofrecer derrama por la vía del gasto público. Si el Ejército quiere controlar a las multitudes sin disparar, habrá que incorporarlas a los beneficios que en teoría puede ofrecer el Estado. Por eso, el problema económico no desaparece con la presencia de los militares. El huachicoleo puede ser abolido sin violencia sólo si lo sustituyes con inversión gubernamental. Pero para eso, el gobierno tiene que tener recursos y esos recursos ¿de dónde van a salir?
Da la impresión de que en este aspecto el obradorismo se está mordiendo su propia cola. Evita el robo en gasoductos comprando pipas. Eso cuesta. Evita el robo agrandando el tamaño y mejorando el equipamiento del Ejército. Eso cuesta. Socava las bases sociales del huachicol metiendo inversión pública a las zonas por las que pasan los ductos. Eso cuesta. Sólo que, al final, al igual que las víctimas de Tlahuelilpan, su visión de la economía sigue siendo extractivista. Al igual que ellos, el gobierno cree que la verdadera riqueza proviene del petróleo. Eso cuesta.