Sábado 19 de enero de 2019, p. a12
Estremece al escucha cuando canta el cruento ciclo Winterreise de Schubert; hace chisporrotear sonrisas cuando entona arias de La flauta mágica de Mozart; nos eleva cuando encabeza Cantatas de Johann Sebastian Bach; nos conmueve hondamente en el Stabat Mater de Dvorak; nos sacude en el Réquiem alemán de Brahms; nos hace levitar con los ciclos de lieder de Gustav Mahler.
Disfruten a este hermoso Papageno:
De todo eso es capaz un hombre pequeñito, robusto, de manos muy cortas, pegadas al cuerpo, enano, que se balancea con garbo al caminar. Se llama Thomas Quasthoff, es un bajo-barítono alemán y es la veneración de quienes amamos la música y sus misterios.
De hecho, para quienes lo seguimos con ahínco y devoción en todo lo que hace (también es actor, comediante, animador, maestro en aula), no se trata de cualquier cantante.
Es EL cantante.
Su entonación delinea lo perfecto.
Thomas Quasthoff nació en la Baja Sajonia el 9 de noviembre de 1959, con deformaciones físicas debido a un error médico: durante el embarazo, prescribieron a su madre talidomina, sustancia que limitó sus capacidades físicas sin menoscabo de las mentales, vocales, creativas. Ah, y las del corazón. Es un hombre bueno, en el mejor sentido del término.
Por eso amamos tanto a Quasthoff.
Anunció su retiro en 2012, debido al agravamiento de sus problemas físicos, luego de una de las carreras más deslumbrantes en la historia reciente de la música.
Tiene razón Werner Herzog en el título de su filme También los enanos empezaron desde pequeños: a Thomas lo rechazaron del Conservatorio de Hannover por sus limitaciones físicas aparentes, pero como en las películas de Walt Disney, al final el bien triunfa sobre el mal y el espíritu guerrero de Thomas Quasthoff lo llevó a luchar de mil maneras, entre ellas, hacerse autodidacta, además de tomar clases particulares.
En la historia de la música vocal, en su parte más exquisita, existe un nombre y apellido como EL referente: Dietrich Fischer Dieskau (1935-2012), al igual que Thomas: bajo-barítono alemán, el más poderoso, considerado la figura máxima del canto operístico y en particular del exquisito territorio de lieder (o canto de arte) y fue precisamente ese cantante legendario, Dietrich Fischer Dieskau, quien al escuchar cantar al jovencito deforme físicamente, pero con un cañón en la garganta, prácticamente lo nombró su sucesor.
La discografía de Thomas Quasthoff es abrumadora. Recomiendo cualquiera, sí, cualquiera de sus discos. Es el único cantante del que el Disquero se puede dar el lujo de recomendarlo así, absolutamente y sin reservas.
En esa discografía figuran álbumes en cuyos títulos llevan la palabra jazz y ese abracadabra hizo el milagro: ¡Thomas Quasthoff está de regreso!
De manera que en los estantes de novedades discográficas esplende un tesoro: Thomas Quasthoff. Nice’n’easy. NDR Bigband.
Este retorno milagroso, luego de seis años de retiro, no lleva en su título la palabra jazz porque no es jazz lo que canta, aunque así lo estén catalogando las publicaciones especializadas, porque, ya dijimos, Thomas Quasthoff nunca ha cantado jazz y ahorita lo argumentamos: la pieza que da título al disco es uno de los temas clásicos del jazz, es cierto, pero basta con escuchar el disco para confirmar que lo que Thomas Quasthoff canta va más allá de lo que se conoce como jazz, para elevarse a la condición de canto de arte.
Argumentemos: el género jazz tiene reglas claras, entre ellas uno de sus fundamentos: el swing, no necesariamente la síncopa y siempre ese procedimiento insondable que recibe el nombre de improvisación, elemento que Keith Jarrett ha llevado a sus máximas consecuencias.
Cuando Thomas Quasthoff ha grabado discos cuyo título ostenta la palabra jazz, prescinde de las reglas referidas, e inventa las propias.
Vamos a ponerlo así: nos retira del territorio de confort para llevarnos a confines mágicos.
El disco que hoy nos ocupa es una de esas obras de lenta digestión. Necesita uno semanas de escucha para comenzar a comprenderlo. El Disquero ha revelado varias veces su método: escuchar sin investigar, que el oído dicte el texto. No fue fácil entender, pero finalmente tenemos una joya discográfica, cuyos elementos son los siguientes:
Doce composiciones, 11 de las cuales corresponden a igual número de reliquias del jazz, el blues, el soul y el gospel, con orquesta de jazz, trío de jazz y dos elementos determinantes: el arte poderosísimo de Thomas Quastshoff y el trabajo de arreglos
y composición del maestro Jörg Achim Keller, a la batuta también, por cierto.
Lo que con tino denomina Thomas Quasthoff la brujería de sonidos
de Jörg Achim Keller, nos sumerge en una atmósfera que camina como pato, grazna como pato pero no es pato, digo: parece jazz pero no es jazz. Es magia pura.
Ya dijimos que Thomas Quasthoff no necesita de los lugares comunes para hacer
jazz. Lo suyo es también la magia, la brujería.
Sus herramientas: un fraseo de escalofriante precisión, efectos prosódicos increíbles, entonaciones de riqueza armónica asombrosa y, last but not least: canta con el corazón, con las tripas, con sus manitas pegaditas al cuerpo, con su diminuta humanidad con un cañón en la garganta.
El álbum está lleno de hallazgos, sorpresas, recovecos. Dos ejemplos, antes de que se nos agote el espacio: el track 4, Moonglow es un divertimento delicioso que nos remite de inmediato a las técnicas vocales de Bobby McFerrin. Y como las casualidades no existen, sino las causalidades, el Disquero encontró este video con ambos, Bobby y Thomas, haciendo travesuras y prodigios. Lo comparto con alegría. Disfrútenlo:
El otro, y último ejemplo: el track final es una encantamiento: Imagine, la composición de John Lennon, cobra vida como jamás nadie hubiera imaginado: un ambiente de elevación, encanto, ensueño, enhebramiento de ideas, que pide solamente un grado de atención mayor que el acostumbrado, porque si ya dijimos que no es jazz lo que canta Quasthoff sino algo que parte del jazz para elevarnos a confines del misterio, aquí parece la pieza clásica de Lennon, pero se trata de algo superior.
La prueba de esto está en la culminación de la pieza y del disco: el movimiento perpetuo, el Ebig de La canción de la tierra de Gustav Mahler, al mismo tiempo que la melodía infinita de Richard Wagner en la parte más intensa, ardorosa de Tristán e Isolda.
Vaya prodigio.