ay la manía de escribir y la manía de ser escritor, menos osada la primera que la segunda. Quien desde aquélla actúa corre sus riesgos, probablemente fuertes, pero hasta ahí. Un constante peligro al otro acecha.

La vocación (de escritor o de cualquier otro oficio humanizante) se muestra voluntad de hacer, hacer que se hace –o tiende a hacerse– obra.

Existe el virtuosismo que no procede de virtud sino del coqueteo con la seducción. Y todo lucimiento del artista inclina a la admiración por la ejecución o el ejecutante, distrae de la comunicación con la obra misma.

Lo sagrado merece respeto –lo exige, pero puede permitirse ser humilde, esperar a ver cómo quien su misterio procura se conduce–, y desde cierto punto de vista bastante generalizado el arte lo es –capaz entonces de castigar el por lucimiento golpear de más la piedra (modo de la ansiedad) con una ya mayor, ya menor cerrazón de la misma al venero esperado.

No, no me abato. Es la grandeza de todo, del todo –del que por otra parte formo parte– lo que infinitamente y cada vez que quiere me empequeñece.

Honrar al trabajo, y con él a los trabajadores; para merecerlo, para –por poco importante que ello parezca– merecer entre los convocados el propio ( propio por de todos) lugar.

Quien del misterio sabe sólo misteriosamente puede compartirlo.

El misterio no es enigmático, es, a su modo, comunicativo.

Hay los que saben hacer y los que no saben cómo lo hacen, y la impresión de que lo mismo hacen suelen dar, pero en unos actúa el how know y en los otros el se me dio, yo qué puedo decirte. Sonará un tanto excesivo (hay que tener cuidado con eso) mas lo diremos: en un caso actúa la experiencia; en el otro, la Experiencia.

El trabajo es la lección del trabajo. Uno no sólo aprende en, con y gracias a él, a trabajar, sino a trabajarse, a conocerse, a ser quien uno es, a ser. Trabajo entonces igual a lenguaje de autoconocimiento; no únicamente: con suerte mediante él uno se acerca, muy más allá y más acá de lo que uno es, a lo que es.