rancia enfrenta crisis. ¿Se trata de una versión actualizada de la toma de la Bastilla de 1789, en un nuevo arranque revolucionario? ¿De una rebelión a la manera del movimiento de 1968? ¿De un ajuste de cuentas popular con una clase política arrogante y un grupo de privilegiados? El movimiento de los gilets jaunes (chalecos amarillos), ¿es un polvorín que puede desembocar en una insurrección general o, como quisiera el gobierno, se trata simplemente de una de esas sacudidas de la población en busca de algunas medidas que mejoren su situación económica y social? En todo caso, no puede negarse que la crisis es grave y no parece calmarse.
Incluso durante las celebraciones navideñas y de Fin de Año, las cenas y festividades compartidas en un ambiente caluroso por las familias francesas corren el riesgo de verse muy animadas. El tema que ocupa todas las pláticas en este momento es el de las manifestaciones de los chalecos amarillos, las cuales llevan más de un mes en todo el país. Ha tomado tal importancia que necesariamente surgirá alrededor de la mesa, y las discusiones, por poco que se abuse del vino, pueden enardecerse hasta transformarse en verdaderas querellas, para no decir pleitos. Porque los franceses, como es su costumbre, se hallan muy lejos de estar de acuerdo entre ellos. Mientras unos aprueban y se solidarizan con los chalecos amarillos, otros los condenan. Como el carácter principal de este acontecimiento es que ha sido imprevisto, si no imprevisible, y se desarrolla de una manera bastante distinta de las huelgas habituales o de las manifestaciones reivindicativas, este fenómeno no parece encontrar de inmediato una explicación clara y tranquilizante, lo cual da lugar a polémicas y controversias. Es difícil prever hasta dónde conducirán a un pueblo a la vez orgulloso de ser guiado por la razón y aún más orgulloso de rebelarse.
De toda la población, el grupo más afectado ha sido el gobierno. Vacilante, parece ir de tropezón en tropezón. Más grave todavía, en la cúspide de la pirámide del poder, el presidente de la República, Emmanuel Macron, ha sufrido, durante días y noches, el calvario de escuchar los gritos de revuelta que se levantan por todas partes: “¡Macron, démission!”, (¡Macron, dimisión!), gritos de cólera a los cuales ciertos chalecos amarillos agregan que verían con gusto la cabeza del presidente al extremo de una pica, en referencia a la gran Revolución de 1789, así como a las más antiguas tradiciones revolucionarias de Francia. Pero, ¿entonces se trata verdaderamente de una revolución? Los historiadores dieron su opinión. Nuevas controversias. ¿Por qué un joven presidente, quien había ejercido el poder sólo durante 18 meses, puede suscitar un rechazo tan radical? Puesto que es su propia persona la atacada por los chalecos amarillos, como si hubiera concentrado en él mismo, más que sobre su gobierno o sus ministros, una cólera con visos de odio. ¿Qué sucede? ¿Qué pasiones han surgido? Sin embargo, las cosas comenzaron bien para Emmanuel Macron: su campaña electoral victoriosa, las elecciones legislativas que siguieron le dieron una amplia mayoría en la Asamblea Nacional, su juventud, sus promesas, sus encuentros internacionales con otros jefes de Estado, en Versalles, con Vladimir Putin; en los Campos Elíseos, durante el desfile del 14 de julio, con Donald Trump; en suma, su buena estrella brillaba y hacía palidecer la de su predecesor, François Hollande.
La esperanza de ver nacer un nuevo mundo germinó en la cabeza de muchos crédulos ciudadanos. ¿Acaso precisamente en esta esperanza, al decepcionar, está el origen de la cólera y del odio? Nadie se encoleriza tanto como un hombre o una mujer engañados. Un hábil seductor puede triunfar un momento e ir más lejos aún si es maquiavélico, pero su destino puede terminar como el de Don Juan. En los infiernos. Y esto le sucede a Macron.
Todo comenzó con un nuevo impuesto a la gasolina. Las cosas no habrían ido más lejos si se hubiera tomado de urgencia una simple medida presupuestal para reparar el error y calmar la protesta. En vez de ello, el poder esperó, creyendo que se hallaba por encima de una cuestión de baja gestión financiera. Error fatal. Este comportamiento se sintió como una actitud de arrogancia y de desprecio. A partir de ahí, la política, la actitud, las intervenciones y las palabras del presidente en ejercicio desde hacía 18 meses se observaron con otra mirada y se examinaron sin piedad. Cada gesto, cada palabra, fueron vistos de nuevo, ahora estigmatizados como torpezas insultantes. Es necesario reconocer que afirmarse demasiado seguro de sí, pretender gobernar como Júpiter, es bastante imprudente. Las personas con mayor indulgencia dicen que es un joven inexperimentado, quien puede aún aprender, si se le da tiempo.
Pero la gente que vive duros finales de mes no puede seguir esperando y no le bastan las medidas acordadas, simples remedios calmantes, por un presidente en pleno desplome, lo cual lleva a decir a los chalecos amarillos y simpatizantes que Macron ha muerto, políticamente, y que su quinquenio está terminado. Y decapitado.