n una misiva enviada a las conferencias episcopales del mundo, cuatro jerarcas eclesiásticos advirtieron que la credibilidad del catolicismo está en peligro por los reiterados abusos sexuales cometidos por curas, pidieron una respuesta exhaustiva y comunitaria
por parte de la Iglesia y que ésta reconozca la verdad de lo sucedido
.
Los firmantes, cardenales de Chicago, Blase Cupich, y el de Mumbai, Oswald Gracias, así como dos expertos del Vaticano en el tema de abusos; el arzobispo de Malta, Charles Scicluna, y el reverendo Hans Zollner, son integrantes del comité preparatorio de una reunión que fue convocada por el papa Francisco para finales de febrero de 2019, a fin de hacer frente a los recientes escándalos que rodean a varios prelados de Estados Unidos y de Chile, y se suman a miles de casos de agresiones sexuales perpetradas por curas de todos los niveles en diversos países.
En la carta, los organizadores se refirieron a la necesidad de reparar los daños causados, compartir un compromiso conjunto con la transparencia y obligar a todos en la Iglesia a rendir cuentas
. Pidieron a los presidentes de las conferencias episcopales reunirse con las víctimas de los abusos denunciados para que conozcan de primera mano los sufrimientos que han padecido
. La convocatoria al encuentro es el intento más reciente del Papa para controlar los gravísimos daños que, en efecto, han causado al Vaticano los delitos sexuales de muchos curas y jerarcas católicos. El propio pontífice argentino ha visto severamente erosionada su credibilidad personal después de que defendió irreflexivamente a una red de curas chilenos pederastas cuya principal figura, el sacerdote, Fernando Karadima, ha sido descrito como un depredador
que abusó de decenas o centenares de menores.
Aunque posteriormente Francisco rectificó y expulsó a Karadima del sacerdocio, el descrédito ya era irremediable. Despúes se reveló que Francisco rehabilitó a un cardenal estadunidense retirado y caído en desgracia por acusaciones de abusar de seminaristas adultos. No parece fácil, a estas alturas, que Jorge Mario Bergoglio logre recuperar el ímpetu con el que inauguró su pontificado, en marzo de 2013, y mucho menos que consiga reanimar las expectativas que suscitó como el reformador radical que la Iglesia necesita.
Para ello, la próxima reunión tendría que constituirse en un verdadero revulsivo en el que se exhibiera sin miramientos ni atenuantes al grueso de los sacerdotes pederastas, que el Vaticano los entregara a la justicia secular y se deslindara de ellos en forma tajante; que procediera a la reparación del daño para un número incierto de víctimas –seguramente, decenas de miles– ,y entonara un mea culpa planetario.
Lo anterior parece poco probable debido a muchas razones: por los enormes recursos económicos que habría que destinar al pago de tratamientos e indemnizaciones, por el enorme hueco que una expulsión generalizada de agresores sexuales dejaría en las filas del clero católico –de por sí mermado por la competencia de otras religiones y la escasez de aspirantes a tomar los hábitos–, por las vastas resistencias que semejantes medidas generarían en grandes sectores de las estructuras eclesiásticas y, último, pero no menos importante, porque el combate de raíz a los depredadores sexuales en las filas de la Iglesia católica tendría que pasar por la erradicación de las concepciones retrógradas, misóginas, homófobas y anticientíficas que se encuentran profundamente arraigadas en la visión católica del mundo, de la sociedad, del poder y de la sexualidad.
Por todas estas razones es inevitable el pesimismo ante el encuentro vaticano de febrero próximo, aunque sería deseable, desde luego, que esa reunión diera una gran sorpresa positiva al mundo.