reyeron que moriría pronto, de muerte natural, y apenas merecería un pie de página en las enciclopedias del futuro. Le clavaron tantos clavos y con tal determinación que uno hubiera dicho éste ya no se levanta. ¡Un ismo a esas alturas del siglo XX! Y peor, un ismo parrapa, pendenciero, nihilista, revolucionario cuando nadie en la cultura nacional quería ser revolucionario, como no fuera institucional. Los infrarrealistas a mediados de los setentas brotaron como un forúnculo, una erupción de adolescencia en un medio literario encarrilado, arriba y adelante, que aún prevalece en las cúpulas y sus capillas.
La presentación en sociedad de Jeta de santo, poesía reunida de Mario Santiago Papasquiaro, en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica este mero 12 de diciembre, lleva a pensar que la disputa no ha terminado y es más relevante de lo que se piensa. El recinto, grande y catedralicio, recuerda a la desaparecida Librería Universitaria de Insurgentes, escenario de algunas chocoaventuras del infrarrealismo en pie de guerra contra Octavio Paz en su regreso a la patria para quedarse y reinar. ¡Mucha luz, mucha pinche luz! Y vas pa’ fuera, Mario Santiago.
Cuatro décadas después, una multitud mayor que la de entonces rebasa el auditorio e inunda los pasillos de la librería. El FCE presenta por primera vez en México un libro de hace 10 años, rechazado por su consejo editorial y publicado en 2008 en Madrid, casi clandestinamente, no se fueran a enojar Gabriel Zaid & Co. Acuden los sexagenarios presentadores Juan Villoro (quien se ha encargado de otorgar el nihil obstat al poeta), Claudia Kerik, José Peguero, Raúl Silva, Mario Raúl Guzmán (compilador y conocedor de las desordenadas vida y obra de Santiago), más algunos contemporáneos roqueros, periodistas, poetas. Lo relevante es la mayoría absoluta de jóvenes, quiero decir chavitos, para quienes resulta sencillo juntar el hip hop roquero de Guadaloops (en el cartel) con los versos de Jeta de santo, que conectan bien con los nuevos lenguajes y plataformas. La proyección preparada en colectivo por Nadja Zendejas, hija del poeta, sugiere puertas de convulsiva belleza.
Aquella disputa no quedó zanjada. Estética, política, existencial, ética, la confrontación entre la escuela clásica-burguesa y la rompedora (moridora, diría Evodio Escalante de José Revueltas, otro compadre del infra) ha sido virulenta y sin cuartel. Los ejecutores –Zaid, Domínguez Michael, Mendiola, Serna, Medina Portillo– desde Letras Libres, Nexos y anexas le dieron pamba a Santiago como poeta olvidable. Hoy es de culto. En México nunca fue aceptada la provocación poética, a diferencia de Perú, Brasil, Europa de entreguerras o los beatniks: jazz, síncopa, ira, sustancias con sus gracias y desgracias. Eso no era bien visto. La valla de hasta donde se experimenta y vanguardea la puso Paz y nadie la cuestionó, salvo los infras y su corriente contestataria-ninguneada.
Antes de su fundación ya existían, hijos del 68, gritando en Ciudad Universitaria que la única poesía que importa es la escrita con mierda en las paredes de los manicomios (Gordon Ross dixit, 1972). Un ismo tan imposible como sus antecesores, sobrevivió los odios de clase, vetos y olvidos de un medio montado en becas, conectes privados, academias, direcciones generales y colegios nacionales que reparten dietas, ediciones, premios y homenajes.
Santiago Papasquiaro y sus compinches empezaron a patear el pesebre hacia 1975. Hoy, la revista La Zorra Vuelve al Gallinero (2018-2019) publica un número imprescindible que convoca a la tradición negada de los infras, más acá del estridentismo, los poetas iracundos Ramón Martínez Ocaranza, Orlando Guillén, Jaime Reyes, incluso el gringo viejo John Ross. Enrique González Rojo traza una línea demoledora al desautorizar el tono crepuscular del modernismo, el nacionalismo rampante y la sensualidad culpígena de López Velarde, la relojería metafísica de los Contemporáneos, la poesía surrealista encabalgada en sí misma de Octavio Paz, la virulencia engañosa de Huerta y la sensiblería subimada de Sabines
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Nunca es tarde para recordar a Groucho Marx: no patees a un adversario en el suelo, podría levantarse. O a La verdad sospechosa, cuando el muerto cuyos sesos fueron esparcidos por la campaña se aproxima caminando.