Recuerdos // Empresarios (XCIII)
Vaya impresión…
onchita vio, en Teocaltiche, en los ojos de Carnicerito, el horror de la muerte, pero, por fortuna, habrían de transcurrir varios calendarios y otras lejanas latitudes, así que regresemos a Teocaltiche, donde, según sus propias palabras, la vida era más hermosa.
Así lo escribió…
“Mas en los días de Teocaltiche no había sombras ni tragedias; ni siquiera en la forma moral de algún torero que, envejeciendo, estuviera en declive. Todas las figuras eran jóvenes: Armillita, El Soldado, Garza, Silverio, Liceaga, Balderas… Todos estaban en la plenitud de la vida y tenían, como yo, el corazón puesto en el futuro.
“Quería muchísimo a mis compañeros, precisamente porque me aceptaron como tal. Armillita nunca me dejó sola en el ruedo cuando le parecía que había peligro. En Querétaro, al sufrir un desarme, encontré un capote a mi alcance; era el del maestro.
“¡Ese, hasta solito torea! –gritó uno de sol.
“En un festival, Pepe Ortiz, al ver mi disgusto, cuando me encerraron vivo al novillo que me tocó, me cedió el novillo bravo de su lote. Y Balderas, en otro festival, al notar que un matador me pedía la muleta para torear el becerro que me correspondía, no anduvo con rodeos; arrancó la muleta de las manos del torero, me la entregó y en pleno ruedo armó una escena de pugilato con quien había sido, dijo él, descortés con una señorita y, además, extranjera
.
“–¿Sabes, Conchita? –me dijo una tarde, entre barreras, Chucho–, me vas a perdonar, pero no voy a seguir toreando contigo.
“El matador se lavaba las manos y acababa de cortarle las orejas a su toro.
“–¿Por qué? –le pregunté, riéndome.
“–Pues porque después de torear tú, yo tengo que arrimarme de veras ¡y estoy viejo para estas cosas!
“Ese espíritu de camaradería me encantaba.
“Balderas, Chucho y yo toreamos juntos 35 corridas en varias temporadas y una tarde, en Tampico, cuando los dos matadores se disputaron la medalla de La Covadonga, me dieron una de las mayores alegrías de mi vida taurina. ‘Honor al arte y al valor’, decía la inscripción de la preciosa medalla de oro. Mas la tarde les salió gris y los matadores no lograron calentar el ambiente. Entonces el público, con aquella mala intención que lo caracteriza, decidió que no merecían el premio. Y la cosa no paró ahí; decidió que yo sí la merecía y me la entregaron.
La actitud gentil de mis alternantes cuando, montera en mano, me vinieron a felicitar, valió más como recuerdo precioso que todos los aplausos del público. Y hoy, al mirar la medalla, es a ellos, los dos toreros que supieron ser amigos, a quienes recuerdo con admiración.
***
“En esos tiempos no conocía yo horas más que para hacer el paseíllo. Las demás se perdían en un constante vaivén. Viajábamos día y noche, bajo el calor húmedo y tropical de los valles o rodeados de la brisa cortante de las sierras, llegando así a Zacatecas, el pueblo más alto de México o partiendo hacia Mexicali, ciudad que se encuentra debajo del nivel del mar. Conocimos en el trayecto lugares como el Valle de Yuma, más bien conocido como Valle del infierno, donde las llantas, aun circulando de noche, se incendiaban por el calor y observamos las maravillas de la naturaleza, como el espectáculo de un árbol quemado por un rayo y el violento nacimiento del volcán Paricutín.
El Paricutín, que a punto estuvo de llamarse Parangaricutirimícuaro, salió de la nada cerca de un pueblecito en cuya posada descansábamos (las llaves de las habitaciones estaban sujetas a unas herraduras para que no se las llevaran los huéspedes). Se abrió en pleno campo una boca gigantesca que lanzaba lenguas de fuego y vomitaba rocas candentes. Con la roja furia de su aliento, iluminaba el cielo a centenares de kilómetros y así, roca sobre roca, formándose con la negra espuma de su lava, la montaña se elevó hasta formarse el volcán. Nunca pude mirar el Paricutín sin pensar en la pequeña posada, cuyas llaves se llevó el volcán con las grandes herraduras.
***
“Por los caminos de Dios que recorríamos, raramente había guardias o indicaciones de tráfico que nos orientaran. Teníamos que descubrir nuestra ruta, atravesando inmensidades, por las muy camperas señales de un maguey.
(Continuará)
(AAB)