Domingo 16 de diciembre de 2018, p. a16
Cinco relatos portentosos estructuran el primer trabajo y debut literario de la joven autora April Ayers Lawson, cuyo universo está impregnado de sexualidad, obsesiones religiosas, deseos, tabúes, secretos, fijaciones eróticas y sentimientos de culpa. Con autorización de Editorial Anagrama, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto del libro Virgen y otros relatos, traducido del inglés al español por Inga Pellisa
Jake no tenía intención de mirarle los pechos, pero ahí estaban, ridículamente hermosos, resplandecientes casi, asomados al profundo escote del vestido azul claro. Había leído los artículos de prensa, por descontado. Recordó que, en uno de ellos, explicaba que apenas seis meses antes del primer tratamiento de radioterapia estaba amamantando a su hijo pequeño. Y entonces reparó en que no llevaba sujetador.
¿Qué habría dentro: implantes salinos o de silicona? ¿Y qué tacto tendrían, uno y otro? Puede que llevara demasiado rato mirando. (¿Cómo esperaba que la gente no se las quedase mirando con un vestido así?)
Se había dado cuenta.
¿Se habría dado cuenta su mujer? Era poco probable. Se fijaba en él más bien poco últimamente.
–Hay que ver, menuda casa –dijo él apresurado.
Aunque no eran lo que se dice amigos, ella había estado en su oficina, con suhija pequeña, y habían estado comentando los planes de patrocinar una unidad móvil de mamografías. Habían conectado, le dio la impresión, y ese tiempo que habían pasado juntos persistía en su mente con la tensión de un problema. Pero ahora lo había pillado sin duda alguna mirándole los pechos, hacia los que debía de tener sentimientos extraordinariamente encontrados, y parecía molesta.
–¿Qué significa eso exactamente?
–Solo quería decir que tienes una casa muy bonita –respondió Jake.
–Es demasiado grande, ¿verdad?
No sabía qué responder: la casa, a kilómetros de la carretera y enmarcada, en esa tarde primaveral, por una exuberancia vegetal casi de otro mundo, era en realidad la finca de una antigua plantación que incluía alojamientos independientes para los criados y los esclavos; por supuesto que era, desde un punto de vista técnico, demasiado grande, pero ¿qué se suponía que tenía que decir?
–Es preciosa –sorteó como pudo.
Insatisfecha, se dirigió a su esposa:
–¿Tú no dirías que una casa de este tamaño es demasiado grande, incluso para una familia de cinco?
Sheila, examinando el recibidor con su cara en forma de corazón levantada hacia el alto y enorme techo, pareció meditar la pregunta. Jake estaba muerto de vergüenza.
Para su alivio, Sheila respondió que estaba segura de que a los niños les encantaba contar con todo aquel espacio.
–La verdad es que mis hijos parecen ansiar espacios pequeños –dijo la anfitriona–. Los gemelos una vez se pasaron un día entero dentro de un cajón de embalaje. Cuando yo tenía su edad odiaba los sitios estrechos. Gritaba cuando la gente me cerraba la puerta del cuarto, que compartía con mi hermano y tenía más o menos el tamaño de un armario. Me temo que estamos condenados a querer lo contrario de lo que tenemos. –Se volvió de nuevo hacia Jake y dio la impresión de perdonarlo en ese mismo momento–. En fin, pasad y tomad algo. Qué pareja tan adorable hacéis, ¡como recién casados!
La gente a menudo los tomaba enseguida por recién casados. A Jake eso le preocupaba, pero cuando le preguntó a Sheila si a ella le molestaba, se echó a reír. Le explicó que lo que quería decir eso en realidad era que la gente se los imaginaba enfrascados en sexo del bueno. Que Sheila diese a entender que conocía la diferencia entre sexo del bueno y sexo del malo también lo inquietaba. El problema de casarse con una virgen, comprendía ahora, era que te casabas con una chica que solo se convertiría en mujer después del matrimonio.
–Ya me puedes soltar la mano –le dijo ella en la fiesta esa noche.
No se había dado cuenta de que la llevara cogida.
Sheila tenía veintidós años y se acababa de licenciar en música en la Universidad Bob Jones. Jake tenía veintiséis, y antes de este trabajo había sido reportero en un diario de Charlotte. Adoraba el pestazo a papel prensa que impregnaba su cubículo y los cierres a altas horas de la noche, la euforia que lo invadía después de entregar un artículo. Y entonces, en una fiesta –ella había ido en coche a Charlotte con unos amigos–, había conocido a Sheila, con su belleza reservada, al margen en cierto modo del ruido y el fulgor de aquellos veinteañeros luciendo su atractivo. Estaban en el apartamento de un amigo de un amigo. Cuando salió al balcón a fumar, se la encontró allí sentada en una sillade jardín, con un vestido azul turquesa que resplandecía en contraste con el atardecer anaranjado, mirándolo con una expectación tan palpable que Jake sintió que llegaba con retraso. Ella, con su pelo castaño rojizo y brillante y su expresión perspicaz, le pareció descaradamente pura, y pasaron toda aquella cálida noche de verano sentados en el porche del apartamento de su amigo, observando a la gente a través de las puertas de cristal, inventando diálogos cómicos para ellos, analizando sus gestos. No había cenado. Alguien en un apartamento vecino estaba haciendo carne a la parrilla, pero a pesar del olor de los filetes, se quedó con ella.
–Odio flirtear –dijo ella en un punto de la noche en el que la gente empezó a emparejarse. Él siguió la dirección de su mirada hasta el salón del apartamento, donde una chica cruzaba la sala a zancadas sobre unos tacones de aguja–. Y odio los zapatos de tacón alto.
Jake había reparado, cuando salió al porche a fumar, en los tacones azules abandonados en el suelo, en sus pies descalzos.
–¿Sabes por qué le gustan tanto a la gente? Él le respondió que siempre había pensado que era porque estilizaban las piernas, y ella replicó excitada:
–Por la lordosis. ¿Sabes? El arcoque traza la espalda de una mujer durante el apareamiento.
La observó mientras ella se subía a sus tacones y le decía que prestaraatención al efecto que tenían en supostura.
–¿A que tenemos una cultura enferma? –dijo ella (...)