Privilegiar el humanismo y contagiar a las nuevas generaciones con el gusto por la lectura es el reto de los que hacen libros, sostiene en entrevista con La Jornada
Domingo 2 de diciembre de 2018, p. 2
¿Quieres ver mis caramelos?, pregunta el editor Miguel Ángel Porrúa (Ciudad de México, 1951), con pícaro brillo en los ojos, y se encamina hacia su biblioteca personal. Se detiene frente a una enorme caja fuerte antigua y abre de par en par las puertas negras.
Más que caramelos, ahí se encuentran joyas, tesoros únicos que ponen la piel chinita a cualquier amante de los libros. La maravilla no es haber hallado a un acucioso coleccionista de rarezas bibliográficas, sino que se trate de un generoso editor que durante 40 años ha compartido con el público algunos de sus preciados libros mediante ediciones facsimilares.
Otra afortunada faceta del bibliófilo Miguel Angel Porrúa es su pasión por la historia de México, sobre todo por el periodo de Benito Juárez y la restauración de la República, por los refranes y textos relacionados con singularidades del idioma español.
La biblioteca, que consta de unos 30 mil ejemplares, está en la parte alta de la librería que abrió sus puertas en 1984 en la calle Amargura 4, en el antiguo barrio de San Jacinto Tenanitla, San Ángel.
Los amigos que acuden con Miguel Angel Porrúa para que les muestre sus ‘‘caramelos”, o para que los oriente en investigaciones históricas, no son pocos.
‘‘¿Tienes algo sobre Tlaxcala?”, le pregunta una amiga. A lo que él, con orgullo, responde: ‘‘Pues tengo desde el Lienzo de Tlaxcala (códice colonial producido en la segunda mitad del siglo XVI) hasta publicaciones recientes; tú dirás”.
Textos que hablan de la época precolombina, las fuentes de primera mano que narraron la Conquista, ejemplares sobre la Independencia, el primer y segundo imperios, el porfiriato, la Revolución, el siglo XX, libros hechos con la primera imprenta que llegó a América, o manuscritos, pergaminos encuadernados en piel, los libros de los viajeros por el México de las centurias XVIII y XIX, así como uno que otro incunable, forman un acervo para consultar toda la vida.
Los libros, como los gatos, se reproducen
El editor comparte anécdotas con La Jornada, mientras muestra uno a uno sus libros consentidos y recuerda que fue su padre, integrante de una dinastía de libreros, quien inculcó en él su amor por la lectura.
En 1978, luego de algunas vicisitudes familiares, Miguel Ángel Porrúa comenzó la aventura de tener su propia librería y editorial, ‘‘con dos manos, una cabeza y la cara por delante”, añade. El primer local que abrió estuvo en la calle Donceles.
Ahí un día el padre del ensayista Adolfo Castañón, don Jesús, dijo al editor que estaban vendiendo la biblioteca del general GabrielLeyva Velázquez, militar y político mexicano que luchó en la Revolución y posteriormente ocupó, entre otros cargos, el de gobernador de Sinaloa y presidente del PRI.
‘‘No tenía dinero para comprarla –cuenta Miguel Ángel Porrúa–, pero don Jesús se ofreció para hacer la negociación y consiguió comprarla a plazos. Ese acervo es la base de mi biblioteca. Cuando mi padre murió, mi hermano Joaquín se quedó con muchísimos libros, pero le compré los que tenía duplicados para incorporarlos a la colección de Leyva.
‘‘Después sumé la biblioteca del escritor José Rojas Garcidueñas El Bachiller, la cual tiene cosas preciosas. De entonces a la fecha, la biblioteca sigue creciendo, porque los libros son como los gatos, se reproducen y van para arriba, para arriba.”
México, común denominador
El común denominador de la biblioteca personal de Miguel Ángel Porrúa es México, insiste, ‘‘porque la historia es mi pasión”.
De la caja fuerte saca un dulce maravilloso
: un ejemplar del Nuevo vocabulario filosófico-democrático indispensable para todos los que deseen entender la nueva lengua revolucionaria, una redición hecha en México en 1834 de un texto que el padre jesuita Lorenzo Thjulen publicó en 1799.
‘‘Esta joyita llegó a mis manos gracias a Roberto Orozco Melo, director del archivo municipal de Saltillo. Me lo mandó con una pequeña nota diciendo que nadie podría guardarlo mejor que yo. El libro fue propiedad de Francisco I. Madero. ¿A poco no es un caramelito?”
El editor considera que uno de los retos de quienes se dedican a la producción del libro es no perder de vista el humanismo, sobre todo para contagiar a las nuevas generaciones con el gusto por la lectura.
Sin embargo, a veces, ‘‘somos nosotros los que complicamos el asunto pues, por ejemplo, deberíamos poner en la parte de atrás de cada libro el tema, la materia de que trata, y no entregarles lecturas en letritas que cansan los ojos, que los hacen desesperarse y aventar el libro pues sienten que no avanzan’’.
Hay que hacer ediciones atractivas, que gusten.
‘‘Antiguamente los libreros eran una suerte de confesores: uno iba a verlos y nos decían qué necesitábamos leer primero y qué seguía; eso se perdió. Hoy en lugar de libreros existen ‘sacadores’ de libros, que tampoco leen; entonces, ¿cómo van a aconsejar a los muchachos?
‘‘Por eso estoy trabajando en un programa de lectura a distancia, en red, utilizando computadoras, para llevar a los jóvenes lectores de la mano. La tecnología es maravillosa, pero lo fundamental es el humanismo; éste no puede desaparecer”, insiste Porrúa.
Para entender este país, añade, ‘‘sobre todo lo que pasa estos días, lo primero que se necesita leer es el periódico, comenzando con La Jornada, por supuesto; y si de libros de historia se trata recomiendo iniciar con el gran libro de Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, de 1909, pieza fantástica que hemos olvidado, y terrible, porque muchos problemas continúan”, concluye.