érida, Yuc. Fundado en 1878, reconstruido más tarde y reinaugurado en su forma actual en 1908, el Teatro Peón Contreras es el escenario más importante de la capital yucateca. Con capacidad cercana a 700 espectadores, este teatro de diseño en herradura tiene buena visibilidad desde la mayoría de sus localidades, y su acústica es más que aceptable.
El Teatro Peón Contreras es, desde 2004, la sede la Orquesta Sinfónica de Yucatán (OSY), conjunto al que tuve la oportunidad de escuchar por vez primera hace unos días y cuyo director artístico actual es Juan Carlos Lomónaco.
Bajo la batuta huésped de Roberto Beltrán-Zavala, la OSY ofreció un programa que en sus extremos (Rossini-Beethoven) fue de perfil tradicional; en medio, la presencia de algo distinto, un gesto que suele ser típico del director mexicano radicado en Holanda: el Concierto para flauta de André Jolivet. La brillante obertura de la intrascendente ópera La urraca ladrona de Gioachino Rossini (exaltada a proporciones míticas por Stanley Kubrick en el soundtrack de su filme Naranja mecánica, de 1971) fue realizada con una sonoridad transparente y con una correcta aproximación a la efervescencia que requieren muchas de sus partes. Desde aquí fue posible percibir que la sinfónica yucateca tiene una buena sección de alientos-madera.
Después, la obra de Jolivet estuvo a cargo del colombiano Joaquín Melo, flautista principal de la OSY. Obra ágil, angular, armónicamente áspera, de atractivos contrastes, este Concierto para flauta y cuerdas es una de las numerosas muestras de la particular maestría de Jolivet en la escritura para los instrumentos de viento, tanto las maderas como los metales. (Sus obras concertantes para la trompeta son repertorio indispensable para los ejecutantes y deleite singular para los trompetómanos). Muy destacado el trabajo de balance dinámico en la ejecución de Melo, Beltrán-Zavala y la OSY. Más allá de la dotación orquestal depurada, fue posible percibir que el solista no dependió por entero del control ejercido por el director, sino que puso mucho de su parte para perfilar con claridad y contrastes su parte solista frente al ensamble. Una parte solista, por cierto de alta exigencia, resuelta con soltura y atención al detalle por Joaquín Melo. A juzgar por la reacción general, quizá el público emeritense esperaba un concierto más dulce y más tonal; no importa, hay que seguir picando piedra para que nuestras audiencias dejen atrás de una vez por todas la pre-modernidad musical en la que viven empantanadas. Y Roberto-Beltrán Zavala es un director que en sus programaciones aborda con frecuencia este asunto.
Para concluir, una buena versión de la indispensable Séptima sinfonía de Beethoven. En su concepto de esta singular partitura, el director huésped de la OSY propuso algunas interesantes y sugestivas pinceladas de contraste dinámico, ausentes en la mayoría de las interpretaciones de la obra y, asunto importante, dirigió el magistral Allegretto a un tempo pausado y fluido que permitió, entre otras cosas, el surgimiento claro del soberbio trabajo contrapuntístico de Beethoven. Porque, es un hecho, hay pocas cosas tan abominables de escuchar como este portentoso movimiento dirigido a velocidad de Rápidos y furiosos 8, fea costumbre en la que suelen caer algunos de nuestros apresurados directores. A lo largo de la ejecución de Beltrán-Zavala y la OSY, resaltó de nuevo el trabajo de las secciones de madera y el poco metal propuesto por Beethoven, trabajo ayudado en parte por el hecho de que, como la mayoría de las orquestas del interior, la sinfónica peninsular tiene una sección de cuerdas de dimensiones moderadas. Esa noche de Rossini-Jolivet-Beethoven pude notar que, tanto en el quehacer colectivo de sus secciones como en algunos atriles individuales, estos músicos tocan con ganas, con una enjundia particular, incluso desbordada por momentos, que contrasta saludablemente con la actitud apática y el rendimiento musical indiferente de tantos músicos de tantas de nuestras orquestas.