a toma de mando de Andrés Manuel López Obrador el primero de diciembre entraña la posibilidad de un cambio radical del régimen político mexicano. La disyuntiva planteada desde su campaña por el presidente electo fue la cuarta transformación
institucional y de la vida pública de México, como antónimo de la continuidad
de los regímenes neoliberales de los últimos 30 años. En buen romance, reformismo o barbarie.
La contradicción cambio o continuidad neoliberal pasa por analizar cómo se inserta hoy México en el mundo y hacia dónde podría encaminarse en el marco de un sistema capitalista en crisis. La contrarrevolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que derivó en las reformas estructurales
del Consenso de Washington en 1989 (privatización, desregulación de los mercados y liberalización de los flujos de capital de inversión y bienes a lo largo de las fronteras nacionales), fue diseñada para abrir paso a la expansión del capital y a una nueva oleada de desarrollo capitalista y explotación imperialista.
Las principales consecuencias de la estrategia neoliberal y el capitalismo de libre mercado
en los países de América Latina y México fueron una gran acumulación de capital basada en el robo, despojo y saqueo de los recursos naturales y humanos, la devastación ecológica y la destrucción del tejido social de las comunidades afectadas por el proceso de extracción depredadora y rapaz de materias primas, además del surgimiento de una resistencia anticapitalista y contrahegemónica extendida (el campesinado indígena en la cordillera de los Andes, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra en Brasil, el neozapatismo en México) que llevó a una nueva y violenta forma de lucha de clases.
Dicha fase estuvo signada por procesos de financiarización y reprimarización de la economía, con eje en un modelo imperialista extractivista, que en la etapa siguiente, a comienzos del siglo XXI, dio paso a un nuevo consenso pos-Washington sobre la necesidad de una forma más regulada y juiciosa
de desarrollo capitalista.
La transición de la era neoliberal
al imperialismo extractivista (con Estados Unidos como hegemón del sistema capitalista) se dio acompañada del auge de los commodities, incentivado por la demanda de energía, minerales y metales industriales, productos agroalimentarios y otros recursos naturales asociados, combinado con inversiones de carácter global y la especulación financiera.
Debido al afán de lucro de las corporaciones globales aliadas con el capital financiero y los intereses geopolíticos y geoestratégicos de la nación imperial (EU), esas actividades expandieron la frontera extractiva hacia áreas remotas donde aún quedan enormes reservas sin explotar de minerales (oro, plata, hierro, plomo, estaño, bauxita, cobre, zinc, etcétera), fuentes de energía (petróleo, gas, carbón, uranio, recursos hídricos, energía eólica) y productos agroalimentarios, lo que bajo formas de guerra híbridas o difusas y una ocupación neocolonial de territorios basada en la contrainsurgencia (guerra al terrorismo, a las drogas, al crimen organizado, etcétera) desató conflictos sociales por los derechos territoriales, ligados a un nuevo ciclo de cercamiento y desposesión de lo que queda de los bienes comunales globales, y la privatización y mercantilización de la tierra, el agua y la biodiversidad, entre los agentes del capital global y los movimientos indígenas y campesinos sin tierra o semiproletarizados, que vieron degradados sus ecosistemas, de los cuales dependen sus comunidades y su forma de vida y cultura.
En ese contexto, junto con las extraordinarias ganancias que genera la demanda de esos recursos, principalmente no renovables, cabe resaltar que el neoextractivismo imperialista de comienzos del siglo XXI estuvo sustentado en un nuevo ciclo de inversión extranjera directa (IED) a gran escala por corporaciones trasnacionales, para la exploración y extracción de minerales, metales, combustibles fósiles (hidrocarburos), biocombustibles y productos agroalimentarios (como soya y palma africana), a lo que se sumaron los préstamos condicionados del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que dependen del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.
Cabe consignar, asimismo, que en el aterrizaje del nuevo modelo de desarrollo extractivista, el Estado imperial jugó un papel principal en el apalancamiento del acceso a los territorios, la tierra como mercancía, la mano de obra barata y los recursos extraídos (el botín) para sus empresas multinacionales, y también en la cooptación de las élites locales clasistas y colaboracionistas, vía la presión político-diplomática y militar, el chantaje, la corrupción y los sobornos.
En México, la transición del capitalismo de libre mercado
con elecciones (fundamentalismo neoliberal+democracia formal) al actual modelo extractivista, se dio en forma de megaproyectos inscritos en sucesivos planes geopolíticos imperiales articulados, verbigracia, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994), el Plan Puebla-Panamá (2001), la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (2005), la Iniciativa Mérida (2007) y las zonas económicas especiales (2012). Es decir, una territorialidad de la dominación geopolítica en constante rediseño.