Domingo 25 de noviembre de 2018, p. a12
En su obra No leer: crónicas y ensayos sobre literatura, Alejandro Zambra perfila ‘‘un originalísimo elogio a la lectura’’. Es un inventario de filias, fobias y caprichos, proyectos frustrados y declaraciones de amor –a las fotocopias, a la penumbra, a la palabra borrador, a la poesía chilena y a los orilleros del boom latinoamericano–. Con autorización de la Editorial Anagrama, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de este libro.
Cómo hablar de los libros que no se han leído se titula el ensayo de Pierre Bayard que por estos días se lee o al menos se vende en todo el mundo. No puedo decir mucho más sobre este libro, pues, lamentablemente, no lo he leído, pero el tema me parece, de pronto, familiar.
En los últimos años he experimentado innumerables veces la felicidad de no leer algunos libros que, si hubiera seguido trabajando como crítico literario, debería haber leído. Alguna vez tuve que comentar, por ejemplo, una pobre novela de Jorge Edwards inspirada en la figura de Joaquín Edwards Bello, de manera que hace unos meses, al saber que el nuevo blanco de Edwards para sus tanteos novelescos era el poeta Enrique Lihn, respiré el largo alivio de no leer La casa de Dostoievsky. Gente con menos suerte que yo leyó la novela y consideró que perjudicaba la memoria de Lihn, por lo que Edwards –alabado de forma casi unánime por su obra anterior– esta vez fue atacado injustamente, pues hasta donde sé su libro no era una biografía sino una novela.
Los ataques a Edwards fueron tan furiosos que hasta me daban ganas de defenderlo, pero para ello tendría que haber leído las trescientas y tantas páginas del libro. Seguro que varios detractores de Edwards ni siquiera leyeron La casa de Dostoievsky, pero no hay por qué culparlos, pues el padre de esta tradición de no lectores es justamente el propio Edwards, quien hace algunos años presentó Epifanía de una sombra, la obra póstuma de Mauricio Wacquez, diciendo que había llegado solamente a la mitad, pero que sin duda se trataba de una novela espléndida, puesto que Mauricio escribía muy bien. Edwards también presentó Los detectives salvajes confesando, ante un asombrado Roberto Bolaño, que todavía no terminaba de leer la novela, y en la última Feria del Libro de Madrid el damnificado fue nuevamente Bolaño: en el marco de un homenaje, Edwards dijo que había intentado muchas veces leer 2666 y que incluso había comprado varios ejemplares en momentos distintos, así que pensaba organizar una rifa con todos esos libros no leídos.
Tal vez aquella tarde Edwards quería responder de este modo a la imprudencia que minutos antes yo había cometido en la misma mesa, pues ante la pregunta por la recepción chilena de Bolaño no pude resistirme a recordar la polémica entre Óscar Bustamante y Agustín Squella, que para mí fue un capítulo clave en la historia de la no lectura chilena. La exposición de Squella fue excelente, pero mucho mejor, en cuanto desafío estilístico, había sido la protesta de Bustamante, quien admitía no haber leído 2666, pero afirmaba que sin duda no era una gran novela.
Últimamente se ha sumado a esta tendencia el narrador Marcelo Lillo, afirmando que no le interesa la literatura chilena y declarando a la vez que con su libro de cuentos pretende refrescar la literatura chilena. Es extraño querer refrescar un panorama que se desconoce, aunque estas coqueterías son, de alguna manera, saludables. Yo sí leí el tan correcto libro de Marcelo Lillo, gracias a Rafael Gumucio, quien me lo regaló después de asegurarme que Lillo era un gran cuentista. No lo he leído y no pienso leerlo, me dijo Gumucio, pero es muy bueno, no necesito leerlo para saber que es muy bueno, mejor que Cheever, mejor que Carver, mejor que todos.
A todo esto, el reciente Premio Nobel a Jean-Marie Le Clézio nos ha pillado desprevenidos. Del autor solo he leído El africano, un libro brillante, pero sería impropio opinar, a partir de base tan precaria, si el premio es merecido o no. ‘‘¿Quién puta es? No lo conocía ni de nombre’’, ha escrito en su blog, a propósito, un desconsolado Alberto Fuguet. Más laboriosa que sus colegas parece ser Carla Guelfenbein, quien declaró haber leído a Le Clézio nada menos que por recomendación directa del también premio Nobel J. M. Coetzee, a quien conoció en un encuentro de escritores en Islandia.
Hace algunos años escribí una reseña poco favorable sobre el primer libro de Carla Guelfenbein, y a la luz de los comentarios actuales sobre El resto es silencio, su novela más reciente, por entonces estaba yo equivocado. Igual es muy tarde para comprobarlo, pues a mí nadie va a quitarme el placer de no leer algunos libros, y la verdad es que yo no volvería a leer una novela de Carla Guelfenbein ni aunque me la recomendara el mismísimo Coetzee.
Octubre, 2008
Que vuelva Cortázar
A veces pienso que lo único que hicimos durante el colegio fue leer a Julio Cortázar. Recuerdo haber dado pruebas sobre ‘‘La noche boca arriba’’ en segundo, tercero y cuarto medio, y son innumerables las veces que leímos ‘‘Axolotl’’ y ‘‘Continuidad de los parques’’, dos relatos breves que los profesores creían ideales para rellenar la hora y media de clases. No es una queja, pues éramos felices leyendo a Cortázar: recitábamos con automática alegría las propiedades del género fantástico y repetíamos en coro que para Cortázar el cuento debía ganar por nocaut y la novela por puntos y que había un lector macho y un lector hembra y todo eso.
En los cuentos de Cortázar se formó el gusto de mi generación, y ni siquiera el roneo de las pruebas coeficiente dos le quitó a su literatura ese aire de permanente actualidad. Recuerdo que a los dieciséis años convencí a mi papá de que me diera los seis mil pesos que costaba Rayuela explicándole que el libro era ‘‘varios libros pero sobre todo dos libros’’, por lo que comprarlo era como comprar dos novelas a tres mil pesos e incluso cuatro a mil quinientos pesos cada una. Recuerdo también al empleado de la librería Atenea que, cuando yo buscaba La vuelta al día en ochenta mundos, me aclaró con paciencia, muchas veces, que el libro se llamaba La vuelta al mundo en ochenta días y que el autor era Julio Verne y no Julio Cortázar.
Luego, en la universidad, Cortázar era el único escritor indiscutible. Por los prados de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile circulaban decenas de Oliveiras y Magas, mientras algunos profesores se esforzaban por adoptar en sus clases la distancia especulativa de Morelli. Casi todas las escenas de seducción comenzaban, penosamente, con el capítulo 7 de Rayuela (‘‘Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca...’’)