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El patrimonio biocultural Leonardo Bastida
La chinampa ha sido catalogada por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura como patrimonio agrícola mundial de la humanidad por su origen y uso milenario en la producción de alimentos. Sin embargo, su uso se ha mermado ante el avance de la mancha urbana de la ciudad de México, que comienza a invadir los espacios tradicionalmente destinados a la milpa -esa combinación de cultivos de maíz, frijol, calabaza y chile, entre muchos otros productos-, desecando los canales de agua que circundan a la unidad agrícola tradicional de la cuenca del Valle de México. La chinampa, y en sí la milpa, no sólo representa una manera de producir alimentos, sino que engloba una serie de valores y conocimientos culturales, únicos en el mundo, y que han forjado las gastronomías, las economías, los saberes, las maneras de la organización social y política, y las identidades de millares de pueblos de nuestro país con raíces mesoamericanas. Maya Lorena Pérez Ruiz considera la milpa como un bien social que debe ser revalorizado y actualizado, pues es una clara muestra de la posibilidad de relaciones armoniosas entre las personas y el medio ambiente, pero también de garantía de soberanía alimentaria, de la conservación del medio ambiente y de la biodiversidad, además de una cultura comunitaria alrededor de la misma. Estas reflexiones son parte de una serie de ensayos contenidos en el libro Biodiversidad, patrimonio y cocina. Procesos bioculturales sobre alimentación – nutrición, coordinado por las antropólogas Edith Yesenia Peña Sánchez y Lilia Hernández Albarrán, quienes incitan a la reflexión sobre la existencia del patrimonio biocultural, entendido como “las interdependencias esenciales entre el conocimiento y aprovechamiento de los recursos naturales , de la biodiversidad y su representación, así como su uso sociocultural y simbólico”, y su impacto en la vida cotidiana de las personas a través de la cocina, comprendida como esas múltiples maneras de transformar los alimentos conforme a los saberes heredados, la disponibilidad de determinados productos, los intercambios culturales, y manifestaciones de las culturas a través de la preparación de los alimentos. Producto de las sesiones del Seminario Permanente de Cocinas en México, que se celebra mes con mes en la Coordinación Nacional de Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia, son los 11 ensayos que componen este volumen, dividido en tres grandes apartados. El primero enfocado a debatir el concepto actual de patrimonio biocultural y sus implicaciones en la sociedad contemporánea. Una reunificación entre la cultura y la naturaleza como lo propone Jesús Antonio Machuca, para quien el uso del concepto va más allá del solo reconocimiento del patrimonio, sino que lo considera útil para las prácticas de cuidado del medio ambiente y el ver a la cocina como parte de una memoria colectiva y parte de una cohesión social. Igualmente, Yuriria Iturriaga advierte la importancia de conjuntar a esta reflexión el lenguaje y la cocina a través de un recuento histórico de las labores de alimentación, el papel protagónico de las mujeres y mostrar como las cocinas son “prueba de lo humano”. El segundo apartado del texto está enfocado a mostrar la relación biocultural establecida entre los diferentes grupos humanos y la alimentación, incluida la transformación de los alimentos, una labor donde se conjuntan una serie de conocimientos, prácticas, rituales, creencias y muchos otros aspectos de cada uno de los grupos, para quienes la cocina va más allá del preparar comida y comerla. Así se recopilan experiencias de trabajo de campo en comunidades aymaras de América del Sur, donde Hernán Cornejo halló que poseen un gran conocimiento del manejo de la biodiversidad y un simbolismo cósmico en la producción y conservación de alimentos. O en pueblos originarios de la ciudad de México, donde la cocina cobra otro significado, de corte identitario, que distingue a estas comunidades de la voraz mancha urbana.
También en algunas comunidades de Morelos, donde Mayán Cervantes y Diana Gómez analizaron las maneras en que han persistido elementos en la cocina y prácticas alimentarias prehispánicas, así como rituales para garantizar la producción de alimentos. Otros estudios compartidos muestran las prácticas alimentarias de las comunidades hñanhu y puhrepecha. En el primer caso, se realiza un estudio de historia ambiental para comprender las modificaciones que ha padecido el paisaje de la zona y como la cultura hñanhu ha respondido a esos cambios. Y otra parte, Peña y Hernández analizan como la comida forma parte de la ideología y del imaginario de este pueblo, y las maneras en que buscan conservarla frente al ingreso de otro tipo de productos a la región. El último apartado del libro está enfocado a los retos a los que se enfrenta el patrimonio biocultural, sobre todo, frente a una industria alimentaria voraz que desea acelerar los procesos de producción de alimentos sin importar los aspectos que podría dañar, entre ellos la cultura e identidad de los pueblos productores de diferentes insumos como la vainilla, caso que abordan Verónica Villa y Jim Thomas, quienes exponen cómo empresas trasnacionales han experimentado para crear un sabor natural a vainilla sin que se utilice a la vaina que por siglos otorgó ese sabor, provocando que las comunidades dedicadas al cultivo de la vainilla no puedan sostenerse de la actividad que por siglos habían realizado y que el mercado se inunde de un sabor creado en laboratorios. Para las coordinadoras de la edición, el reconocimiento del patrimonio biocultural implica analizar la categoría de patrimonio, sobre todo inmaterial, enmarcado desde el punto de vista de la cultura derivada de la biodiversidad como representación y práctica. A fin de que los bienes culturales y bioculturales se reconozcan como parte de los derechos de los pueblos, en mayor parte indígenas, y pueda ser posible garantizar, desde la Constitución, el derecho a “practicar su propia cultura en sus contextos bioculturales”. Mediante este cambio, se podrían concatenar los derechos a la salud, a la alimentación y los derechos culturales, por medio de un marco jurídico interdisciplinario que tome en cuenta las interacciones bioculturales que originan o dan contexto a este patrimonio, si inmaterial, pero con mucho mayor cantidad de elementos a tomar en cuenta como la biología, la ecología, la agronomía, la genética, las relaciones humanas, las formas de organización y la cocina, entre muchos otros.
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