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El trumpismo, a referéndum
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as elecciones legislativas que se realizan hoy en Estados Unidos son cruciales para determinar el rumbo político que habrá de seguir la máxima potencia mundial en los próximos dos años: o la presidencia de Donald Trump se fortalece con la preservación o el incremento del control republicano en la Cámara de Representantes y en el Senado, o se debilita con un triunfo demócrata, posible en la primera y menos probable en el segundo.

Hasta ahora el magnate republicano ha logrado, pese a sus excesos, disparates e insolencias, cumplir con partes sustanciales de su programa y su estilo de negociación provocadora y agresiva le ha reportado más triunfos que fracasos. En un par de años consiguió desmantelar lo que su predecesor, Barack Obama, construyó en ocho, y que era el principal éxito de su presidencia: el sistema de seguridad social estadunidense, popularmente conocido como Obamacare. En estos dos años la administración federal ha incrementado la brecha interna entre ricos y pobres por medio de sus políticas fiscales, la Casa Blanca ha impulsado objetivamente la misoginia, la homofobia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia ante la libertad de expresión y, por añadidura, Trump ha llevado a extremos de verdadera inhumanidad las de suyo crueles políticas estadunidenses en contra de los trabajadores migrantes.

Adicionalmente, el actual mandatario ha avanzado en forma significativa en la dislocación de acuerdos internacionales y en el debilitamiento de organismos internacionales, y ha sido capaz de defender algo que en principio suena quimérico: un neoliberalismo proteccionista. Pero su capacidad para minar convenios, tratados y organismos multilaterales no ha sido acompañada por una facultad para construir consensos alternativos y, con la salvedad del acuerdo que remplazó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la presencia de Estados Unidos en el mundo es hoy más débil de lo que era en 2016. Así, Washington es hoy el gran ausente del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, del Acuerdo de París sobre cambio climático, de la Corte Penal Internacional de La Haya y del tratado nuclear iraní, y perdió su condición de árbitro y mediador en la relación palestino-israelí, su participación en la Unesco es mínima y hasta su protagonismo en el seno de la Organización del Tratado del Atlántico Norte se ha visto debilitada.

Además, en estos dos años la Casa Blanca se ha visto acosada por investigaciones relacionadas con la presunta participación del equipo de campaña de Donald Trump en una supuesta trama de empresarios y funcionarios rusos para inclinar el resultado de la elección presidencial de 2016 en favor del actual mandatario.

Con tales antecedentes, y ante la polarización política en torno a la figura del magnate neoyorquino, es claro que el veredicto de las urnas de este martes tendrá necesariamente el carácter de un referéndum sobre su mandato y que el significado de los votos no sólo será de adhesión o rechazo a las candidaturas en disputa, sino de aprobación o reprobación a la presidencia.

Podría pensarse que el opositor Partido Demócrata está en condiciones inmejorables para ganar el control de ambas cámaras, pero todo indica que aún persiste el principal factor de la victoria de Trump en 2016, que no fue precisamente la pertinencia de su programa o su carisma personal, sino el devastador descrédito de los demócratas, y lo cierto es que éstos no han logrado procesar sus divisiones ni construir una alternativa política, económica y social coherente; en buena medida, el Partido Demócrata sigue instalado en el pasmo de su derrota de hace dos años.

En tales circunstancias, sería temerario aventurar un pronóstico de lo que ocurra hoy en los centros de votación en el país vecino. La moneda está en el aire.