l ultraderechista Jair Bolsonaro, en su primera semana como presidente electo, deshizo una nefasta farsa con una sola jugada: anunció que el juez de primera instancia Sérgio Moro será el súper ministro de Justicia
de su gobierno, que iniciará el primer día de 2019. Con eso expuso lo que muchos suponían, pero que no había cómo comprobar: la actuación del juez tuvo, desde siempre, motivaciones políticas por encima de cualquier otra razón.
Cabeza visible de la operación lavado rápido
, el hombre que basado únicamente en firmes convicciones
, sin prueba alguna, condenó el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva a la cárcel, al aceptar la invitación del ultraderechista abrió de par en par las ventanas para dejar a la vista de todos que su actuación, a lo largo del tiempo, tuvo por objetivo liquidar al líder máximo del Partido de los Trabajadores y, por consecuencia, debilitar a la izquierda en Brasil.
Bolsonaro, por su parte, demostró una vez más su capacidad para agradar al electorado: Moro se transformó, para las clases medias brasileñas idiotizadas por los medios hegemónicos de comunicación, en una especie de paladín de la justicia, perseguidor de corruptos, general insuperable en la guerra contra la corrupción.
Pura farsa, que ahora llegó a su fin: lo que efectivamente le tocó hacer a ese juez de provincia, deslumbrado con las luces de la fama, ha sido politizar la justicia. Queda claro que no hubo un movimiento suyo que no tuviese como finalidad liquidar a sus enemigos políticos y los adversarios de su línea ideológica, perfectamente compatible con la de un capitán retirado, quien con fervor desprecia la democracia.
Para cumplir con su meta Moro cometió un sinfín de irregularidades, de arbitrariedades y, de al menos, un gesto francamente criminal, todo eso a la sombra de la omisión de las instancias superiores –quizás intimidadas por la fuerza que la popularidad claramente fabricada por los medios de comunicación hegemónicos– le aseguró a esa figurita opaca que de la noche a la mañana se alzó a ídolo nacional. O, peor, quizás identificadas con esa clase de actuación sórdida.
Además de encarcelar y condenar sin pruebas al más popular presidente de los últimos 60 años en Brasil, autorizó la divulgación –contra la ley– de la grabación –igualmente ilegal– de una conversa entre la entonces presidenta Dilma Rousseff y el ex presidente Lula da Silva. Esa jugada ha sido determinante para acelerar la destitución de Rousseff por un golpe institucional armado en el Congreso.
Faltando seis días para la primera vuelta de las elecciones, el mismo juez Moro filtró a la prensa partes de la delación premiada
del ex ministro de Hacienda de Lula, Antonio Palocci. Un detalle: esa misma denuncia fue rechazada, por inconsistente, por el Ministerio Público. ¿Por qué hacerla llegar a los medios de comunicación? Para desgastar aún más el ya desgastado Partido de los Trabajadores.
Y no hubo una sola, una mísera voz en las instancias superiores para frenar la actuación de semejante degenerado travestido de juez.
Ahora, el parlanchín vicepresidente del ultraderechista, el general retirado Humberto Mourão, admitió cándidamente que las negociaciones para conducir el juez al gobierno empezaron durante la campaña electoral. Es decir, mientras juzgaba, Moro negociaba. ¿En qué situación quedarán ahora los procesos que estaban bajo su responsabilidad? ¿Cómo no admitir que su conducta, en especial la relacionada con Lula, por él impedido de disputar una elección presidencial en que era claramente favorito, tuvo nítidos objetivos políticos? ¿Es honesto, tiene algún vestigio de rectitud un juez que juzga a los adversarios de su futuro jefe con quien negociaba un puesto de fuerza y poder?
La frase de la senadora Gleisi Hoffman, presidenta del Partido de los Trabajadoras, es muy certera: Ayudó a ganar; ahora ayudará a gobernar
.
La jugada de Bolsonaro, vale reiterar, agradó a su electorado. Pero también desmoralizó al sistema judicial brasileño y puso en claro hasta qué punto el ambiente en que se movían Moro y los fiscales de su operación lavado rápido
estaba absolutamente contaminada.
Bajo el punto de vista de Bolsonaro y, claro, de Sérgio Moro, el nombramiento es un premio más que justo: el juez hizo todo lo que pudo para debilitar al adversario y asegurar la victoria del candidato ultraderechista.
Le tocará ahora al nuevo súper ministro
todo lo que se refiere no únicamente a la Justicia, sino también a las fuerzas de seguridad, lo que incluye los servicios de inteligencia. Además, estarán bajo su responsabilidad políticas sobre drogas y el combate al narcotráfico, la demarcación de tierras indígenas, y la Fundación Nacional del Indio, que tiene por misión proteger a los pueblos originarios y asegurar sus derechos.
Bolsonaro ya dejó claro que no admitirá nueva demarcación de tierras a los indígenas, que son por ellos considerados algo superado
y otras bestialidades típicas de él. La Constitución dice lo contrario.
Moro lo sabe. Cualquiera lo sabe. Y aún así, aceptó. ¡Vaya integridad…!