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Ingeniería genética:
¿Santo Grial o Caja de Pandora?
Con los vegetales de diseño la ingeniería genética aplicada a la agricultura lleva al límite la uniformidad productiva a la que antes dio gran impulso la llamada “revolución verde”. Y es que la nueva biotecnología diluye las fronteras entre especies, razas y hasta reinos permitiendo programar formas de vida con el fin de hacerlas lucrativas. Plantas frankenstein que, al extenderse, conducen a un peligroso emparejamiento de lo antes variado. Tenaz arrasamiento que se impone con tal de maximizar la ganancia. Liberar semillas genéticamente transformadas no enriquece la diversidad de la vida, al contrario, es potencial causa de pérdida de germoplasma, pues de haber selección positiva a favor de la transgénica en competencia con una nativa, irán desapareciendo razas, cada una adaptada a condiciones específicas, y con ello se erosionarán de modo irreversible los recursos genéticos de que disponemos para enfrentar sustentablemente retos tecnológicos como el cambio climático en curso. El capitalismo es fabril pues la usina es propicia a la homogeneidad tecnológica que ese sistema económico necesita para intercambiar y reproducirse con base en los precios. En cambio, la agricultura es diversidad: pluralidad de climas, altitudes, relieves, hidrografías, suelos, especies biológicas, ecosistemas, paisajes… sustento de diferentes aprovechamientos productivos que a su vez han dado lugar a múltiples culturas. Y desde hace tres siglos el gran dinero está empeñado en emparejarla sustituyéndola por la monotonía de la llamada “agricultura industrial”. El descubrimiento del ADN (ácido desoxirribonucleico), a mediados de la pasada centuria, conduce al desarrollo de tecnologías biológicas que al fin del período expansivo de la economía mundial que inicia con la posguerra (contracción que en la agricultura se manifiesta en el estancamiento de la producción y alza de precios de los años setentas), se traducen en nuevos procedimientos de manipulación genética que por segunda vez en el siglo revolucionarán la producción agropecuaria. Hace menos de cuarenta años, por vez primera se altera un vegetal por manipulación in vitro del genoma. En 1983 se solicita la primera patente de una planta transgénica, que se concede en 1985. En 1987 Monsanto cultiva los primeros tomates genéticamente modificados. En lo que resta del siglo el empleo de semillas alteradas se generaliza, pasando de dos hectáreas en 1996 a casi 50 millones en 2000. Y la expansión sigue.
Parecía cumplirse así la profecía decimonónica sobre el fin de la milenaria agricultura. El gran dinero estaba de plácemes pues con la biotecnología creía haberse apropiado de la clave, del secreto de las fuerzas productivas de la naturaleza que ahora podían ser aisladas, reproducidas y transformadas in vitro. Ya no hibridando especies o razas emparentadas, como hacían ancestralmente los campesinos, sino empalmando en el laboratorio cromosomas de seres de razas y aun reinos distintos. Creando así seres vivos inéditos y de fábrica que, como otros inventos, podían privatizarse. Patentar vivientes prometía ser el negocio del nuevo milenio y en torno a él surgieron nuevas corporaciones trasnacionales, las llamadas “industrias de la vida”. Pero el Santo Grial resultó Caja de Pandora. Y es que a los bioingenieros y sus patrocinadores se les traspapelaron los ecosistemas. Se les olvidó que la vida no son los animales y las plantas sueltos, sino su infinito entrevero. Prodigioso entramado que puede ser intervenido intencionalmente y con provecho, pero cuyas partes entristecen y mueren si se las separa y aísla. Como los carniceros y los médicos forenses, los tecnólogos rutinarios solo saben desmembrar lo que encuentran unido. Son las suyas prácticas obscenas semejantes a las del pornógrafo que se clava en las partes “interesantes” del cuerpo y olvida el resto. Tiene razón el novelista J. G. Ballard cuando dice que “la ciencia es la pornografía última, una actividad cuyo principal cometido es aislar objetos y hechos de sus contextos”. Y lo ratifica Ilya Prigogine, premio Nobel de química, quien sostiene que la física clásica “conceptuaba que las unidades tenían prioridad con respecto a las interacciones. Cada unidad evolucionaba por separado como si estuviera sola en el mundo”. Pero en realidad los individuos “no pueden separarse de la totalidad de sus interacciones”. “Los proponentes de la ingeniería genética tienden a defender una visión reduccionista de la ciencia, es decir, piensan que la mejor forma de explicar las cosas es reduciéndolas a unidades constituyentes más pequeñas”, sostiene Martha Herbert. Enfoque que transformado en tecnología es extremadamente peligroso. En esta perspectiva todo se reduce a información; si la vida son códigos genéticos, la vida es reductible a bytes. El sustento de la revolución biotecnológica es la revolución informática, pues la privatización del germoplasma cobra la forma de vertiginosas bases de datos. Las ingentes cantidades de bits que permiten manejar las tecnologías de la información pueden referirse a movimientos financieros globales, gustos de los clientes potenciales, inclinaciones de los votantes o códigos genéticos descifrados… pero en cualquier caso su manejo reservado y excluyente es fuente de ganancias. Antes se decía que tiempo es dinero, pero en el mundo instantáneo de la simultaneidad en red, información es dinero, información es poder. Y el viejo atesoramiento deviene secrecía; ocultamiento de datos privilegiados que anticipan tendencias, o manipulación de la información, que las crea.
La globalización del dinero virtual y el secuestro y manipulación de la información financiera son hoy las mayores fuentes de utilidades especulativas. Y de la misma manera la vertiginosa información sobre los códigos genéticos, pero también sobre suelos, lluvias y temperaturas, además de precios y mercados, es el soporte de las nuevas “industrias de la vida”. Todo es información; los datos computables son el común denominador de los procesos productivos más sofisticados y en ellos, más que en el dinero, reside el poder económico. Los bytes son el valor de cambio del milenio de la informática. Y la vida traducida a códigos genéticos que marchan sobre bytes se ha vuelto dinero. Más “desiertos verdes” y menos campesinos. Con la tercera revolución tecnológica, la industria va pasando de la producción homogénea y en masa del fordismo y el taylorismo, a formas más flexibles y diferenciadas. En cambio, en la agricultura los nuevos recursos y procedimientos profundizan el monocultivo que ya había impulsado la “revolución verde”, al tiempo que concentran la producción en las grandes explotaciones y barren con los pequeños y medianos campesinos. Al homogeneizarse y generalizarse tecnologías que reducen la influencia sobre los rendimientos de las diferentes calidades de los recursos naturales, disminuyen también las rentas diferenciales asociadas con los distintos costos de un mismo producto y pierden importancia económica las ventajas comparativas de ciertas regiones y países. El resultado es mayor concentración de la producción sobre todo de cereales y oleaginosas en las economías centrales, creciente dependencia alimentaria de las periféricas y, en unas y otras, erosión de la agricultura diversificada de pequeña escala. Desgaste del mundo campesino que en realidad lo es de la agricultura en cuanto tal, que según esto se habría transformado en una suerte de bioindustria de materias primas integrada y subordinada a las plantas generadoras de insumos y a las procesadoras de las cosechas. Porque si de verdad la producción agropecuaria pudiera soslayar los ciclos, la diversidad, la variabilidad y los entreveros que definen a la naturaleza, la agricultura, que tiene en ellos sus señas de identidad, habría desaparecido. Sostenida principalmente por la producción y productividad de los países centrales, a fines del siglo XX la oferta agropecuaria mundial rebasa con mucho a la demanda. Sobreproducción que algunos ven como el fin del constreñimiento productivo agrícola a los factores naturales; como el fin de las rentas, pues las diferencias de rendimientos se minimizan; y como el fin de los pequeños agricultores que perduraron por su capacidad de enfrentar restricciones agroecológicas y fueron consentidos y aun fomentados por su disposición a apretarse el cinturón y seguir produciendo sin ganancias y hasta con pérdidas, pero que el auge de la gran producción intensiva volvió inútiles. Y en eso estábamos cuando se vino la crisis alimentaria de 2007. Muchos factores confluyen en ella. Por el lado de la oferta tenemos estancamiento de los efectos productivos de las nuevas tecnologías, pérdida de fertilidad por prácticas insostenibles, cosechas erráticas debido al cambio climático. Por el lado de la demanda influyen el crecimiento de la población mundial y el cambio de hábitos de consumo, el creciente empleo de las cosechas como forrajes, insumos para biocombustibles y otros usos industriales… El resultado es una desmesurada alza de los precios de los granos que se extiende al resto de los productos agropecuarios y que si bien remite, no ha dejado de amenazarnos. En su informe de julio de 2009 la FAO afirma que “por primera vez en la historia de la humanidad mil doscientos millones de personas, una sexta parte de la población mundial, padece hambre”. Prestas y oportunas las trasnacionales agro tecnológicas ofrecen sus servicios. Pero a estas alturas ya sabemos que las “industrias de la vida” son en verdad industrias de muerte. Hoy es claro que los transgénicos y su paquete tecnológico son parte del problema y no de la solución. Así, al peligroso y reduccionista espejismo de la manipulación genómica sigue la recuperación del valor de los ecosistemas y de los agro ecosistemas. Y con ellos del inevitable regreso de los campesinos que son los que saben manejarlos. Bienvenidos.
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