Emilio Indio Fernández; un México propio
El Cine mexicano soy yo.
Emilio Fernández
ay mitos que se construyen con los años definitivos y los sucesos de una biografía exaltada, épica, heroica, trascendente… y otros se moldean sumando además la inventiva de los cronistas; donde hay un muerto ponen cien; donde se gana por un segundo, se asienta un minuto; donde hubo una conquista, se artificia un harem. El director de cine mexicano Emilio El Indio Fernández apostó por convertirse en el juglar implacable de sus prodigios. Y fue y mucho, y soñó mucho más, y conquistó y juró haber conquistado lo que le hubiera gustado, mientras guiones sin set ni presupuesto se consumían en su imaginación en el ocaso de su vida. Como en su cine, lo realista y lo veraz, la ficción y la verdad, fueron la mezcla emocional de su vida. Pocas certezas (las producciones, los premios, el sentido de lo artístico y lo mexicano), y mucho de leyenda inalcanzable (las doncellas sacrificadas, los enemigos muertos bajo su revólver, la vida de Hollywood), pero todos son asuntos de aproximación en el ejercicio de buscar su semblanza fidedigna. Aunque como dice Paco Ignacio Taibo I en El Indio Fernández. El cine por mis pistolas (Edit. Joaquín Mortiz/Planeta, 1986), por encima de los datos que tienen certificación y lo que se ha creado, la realidad está en su cine, y en lo que la gente quiere creer de él. Ese es el mito.
Eisenstein y una inspiración
La leyenda comienza muy temprano. Siendo niño ve a un hombre (algunos dicen que su tío) intimando con su madre mientras su padre revolucionario no está. El pequeño toma la carabina familiar y aniquila al agresor de la mujer sagrada. Se va para no volver. Seguirá la bola
revolucionaria con las fuerzas de Pancho Villa (historiadores cuestionan la coincidencia de las fechas), específicamente con el coronel Felipe Ángeles. Pero a El Indio no le basta con ser revolucionario villista, sino que se dice partícipe de las tomas históricas de Torreón y Zacatecas. Hecho prisionero en combate en Puebla, escapa de la cárcel y se hace de un documento para cruzar la frontera y traer municiones y armas de Estados Unidos para continuar la lucha. Pero en otra versión dice que llegó a la Unión Americana a brazada limpia cruzando el río Bravo. Allá se afana en empleos que van y vienen, se guarece como un designio en los estudios de Hollywood. Extra de ocasión, pasará bailando detrás de Rodolfo Valentino, a quien dijo que enseñó a bailar. En esas andanzas llega la epifanía: ve en un cuarto de edición lo que se hace con el material filmado en México por Serguei Eisenstein para su cinta Tormenta sobre México que, inconclusa y rearmada, se llamará ¡Qué Viva México! Emilio encuentra vocación y destino: volverá a su país para hacer el cine que identifique la grandeza de su tierra. Claro que no falta la versión dramática a la que sólo le falta la cámara de 35 milímetros para capturar la secuencia: deja Estados Unidos envuelto en líos de mafias en Chicago, donde dos mafiosos legendarios disputan el honor de matarlo: Al Capone y Baby Face. Se dice que antes de volver, modela para Cedric Gibons, haciendo el diseño de una escultura, la misma que se convertirá en el premio Óscar de Hollywood.
El orgullo y el equipazo
Buscando la suya en la incipiente industria mexicana, aparece fugazmente en algunas producciones, destacando dos películas de 1934: Janitzio (Carlos Navarro) y Tribu, de Miguel Contreras Torres, donde encarna al personaje que le dará su mote vitalicio. Después diría que en realidad ya en Estados Unidos le decían indio para ofenderlo, sin saber que lo engrandecían, ya que él estaba orgulloso de los pueblos indígenas de los que su pueblo descendía. El barco comenzó a orientarse cuando un argumento suyo se puso en pantalla con Adiós Nicanor (Rafael E. Portas, 1937), donde también hace un personaje primordial. Siguió actuando y hasta asistiendo dirección, antes de dirigir su primer largometraje: La isla de la pasión (1941). No es su obra más recordada, pero lo puso en la silla de dirección, después de andar pasando hambres
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El Indio Fernández encontró en el cinefotógrafo Gabriel Figueroa al artista que le comprendía para impulsar su pensamiento como una acuarela artística de México. Y ahí se suman Mauricio Magdaleno en los guiones, y un elenco base tan formidable como idealizado con Dolores del Río, María Félix y Pedro Armendáriz, a quien había dirigido desde su segundo largometraje Soy puro mexicano, (1942). La cámara filma los cúmulos bipolares de una máquina de excesos: belleza plástica y melodrama excelso en La perla (1943); crueldad de lo incomprensible en la flagelación indígena de los iguales que no merecen un cuadro, porque todo se envilece fuera de la casta, la religión y lo bien nacido, sin cabida para la atracción carnal de una belleza desnuda en María Candelaria (1943). Era México pero no precisamente lo que era en todo lo vivo fuera del set, sino lo que él veía como esencia del país. Lo bello, lo brutal, lo intangible y lo sagrado.
También ahí le atacan las críticas: su México es un ideario y una reconvención moral de lo que puede y debe ser. Pero no está en la calle, aunque en Salón México (1944) se acercó a las profundidades de las dobles caras y el barrio vivo y convulso de la nocturnidad capitalina. En el cineasta no hay matices; se ocultan los grises necesarios para comprender las flaquezas y complejidades humanas que no sólo se detallan en blanco y negro. Hay tonos que los personajes de El Indio ignoran. Son tan crueles como el cacique (Carlos López Moctezuma) empeñado en mancillar a la maestra (María Félix) que quiere dar educación a niños con hambre y sin agua en Río Escondido (1947); tan sacrificadas y nobles como la madre (Dolores del Río) que toca el fondo para ver a su hijo (Víctor Junco) convertido en un gran hombre en la enorme Las abandonadas (1944).
En Enamorada (1946), El Indio Fernández hace la ingeniería perfecta de sus pasiones declaradas, manifiestas en el discurso de su vida como revolucionario, su deseo de la justicia, su pasión por las mujeres como monumentos de cuidado permanente y adoración infinita. Además, lo hace con humor. Está el general revolucionario José Juan Reyes (Pedro Armendáriz), capaz de pasar por las armas a cuanto catrín dé la espalda a la causa del pueblo, pero con armisticio en el corazón para llevar gallo y decir las palabras bonitas para la hermosa Beatriz (María Félix), más bronca que los hombres de su guardia personal, pero con los ojos (aquel histórico primer plano de Gabriel Figueroa sobre el rostro de la diva tocada en el alma) que pueden disolver un batallón. En medio de carrilleras y cañones, fusilamientos y federales acechantes, cabe el amor por encima de las clases y el empoderamiento. Siempre hay lugar para una soldadera determinada a morir por lo que quiere.
La misma clase de poética de la tragedia ineludible y el amor de hierro se ve en Pueblerina (1949). Ahí vemos una de las secuencias más bellas y tristes en la historia de nuestro cine, cuando la pareja (Columba Domínguez y Roberto Cañedo) asolada por el cacique del pueblo, se queda ebria de dolor y aguardiente mientras canta su amor maldito entre las viandas sin comensales, los adornos puestos para nadie, los músicos tocando para inaugurar la desdicha del nuevo matrimonio, en el festejo que los marca como indeseados, porque nada es tan bello y puro para durar siempre, aquí ni siquiera para ilusionar con su comienzo. El amor por la patria y la familia son las otras fronteras de su cinematografía, como en la bellísima Flor Silvestre (1943), donde la madre (Dolores del Río) cuenta a su hijo la historia de su padre (Pedro Armendáriz) y lo que la vida le negó para la felicidad, pese a que le tocó el instante ilusorio y triunfal del fin de la Revolución.
Sus cintas estarán llenas de frases que son un grito discursivo, sobre la ética, el honor, la patria. En Paloma herida (1962), la jovencita embarazada Paloma (Patricia Conde) asesina a un hombre. Se niega a dar explicación sobre las causas y es encarcelada. Ella siegue en silencio, dispuesta a parir en una cárcel mal hecha frente al mar. El juez Justo (Andrés Soler) sentencia: Cuán injusta puede ser la ley cuando como ahora, hemos llegado a permitir que un niño nazca en la cárcel. Que un ser inocente venga a la vida abrigado por esa oscuridad y marcado por ese estigma
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El hombre que daba miedo
Sam Peckinpah declaró que El Indio era de los hombres que entraba a una cantina y a los parroquianos les daba miedo. Así lo colocó como su militar asesino Mapuche en La Pandilla Salvaje (1969), y en ese tenor recibió muchos papeles de hombre rudo en películas como La Bandida (Roberto Rodríguez, 1963), donde tiene duelo de actuación con María Félix y Pedro Armendáriz, parte de un reparto fabuloso que incluía a Ignacio López Tarso y Katy Jurado. En La Chamuscada. Tierra y Libertad (Alberto Mariscal, 1970) hace de duro y muy bonachón coronel, mientras que en El revólver sangriento (Miguel M. Delgado, 1964) sería presa de una maldición funesta, y en la muy melodramática Duelo de pistoleros (Miguel M. Delgado, 1965) encarna a Gatillo Romero, un viejo matón a sueldo que retoma los tiros para pagar la operación de su hijo inválido Juanito (Cesáreo Quezadas Pulgarcito). René Cardona lo puso como El Indio Romo en Duelo en el Dorado (1969), donde el personaje pone un pueblo patas parriba con bala perdida a discresión apenas sale de la cárcel.
“Apenas empezando…”
Un ya veterano Emilio Fernández corrió de su mesa (según quien lo diga puede ser con insultos o pistola en mano) a Gérard Depardieu, quien había ocupado su silla de costumbre en los Estudios Churubusco filmando una película. Cuando el astro francés cuestionó quién era el hombre loco que le había amenazado, le dijeron que se trataba de El Indio Fernández. Pensé que había muerto
, dicen que dijo. Colegas y visitantes llegaban a escuchar sus anécdotas (como asesinar en estricta defensa propia
a más de uno; o cuando iba a matar a Alejandro Jodorowski por filmar una película que ofendía a México
; su amistad con Diego Rivera) e invenciones, animando al personaje incansable de alardear y detallar argumentos de sus próximas películas, muchas sospechosamente parecidas a los guiones de sus grandes clásicos. Cuando alguien sugería que el director se había retirado o estaba por hacerlo, El Indio Fernández siempre decía: ¿Retirarme? Si yo apenas estoy empezando
.