a persistencia de un mito. En la cuarta versión del clásico fílmico Nace una estrella (A Star is Born, 2018), el popular actor hollywoodense Bradley Cooper se revela como un auténtico hombre orquesta. Dirige la cinta, la estelariza, escribe algunas de sus canciones e incluso las interpreta, como crepuscular ídolo de la música country, al lado de una auténtica celebridad pop, Lady Gaga, cuyo ascenso a la fama registra apegándose a las convenciones del modelo original (Vicky Lester) que antes interpretaron Janet Gaynor, Judy Garland y Barbra Streisand. Resulta interesante ver en este primer largometraje de Cooper como director el punto de partida para examinar, aun someramente, las transformaciones que hace uno de los grandes mitos de la cultura popular estadunidense: la constatación de que el triunfo, tanto en el espectáculo como en la política, suele lograrse a expensas de la dignidad y satisfacción final del individuo. No es un azar que la película que sirve de base argumental a las cuatro versiones de Nace una estrella tenga como título What price Hollywood? (Hollywood al desnudo), dirigida en 1932 por George Cukor y estelarizada por Constance Bennett. Desde entonces el agridulce mensaje moral ha permanecido invariable: la vanidad del éxito y sus gratificaciones despojan a las personas de sus mejores valores y de su inocencia esencial.
La historia es conocida. Una joven de orígenes modestos, entusiasta lectora de revistas de la farándula, abandona su pueblo natal en Dakota para buscar la celebridad en Hollywood. Una abuela comprensiva le ayuda a cumplir sus sueños desprendiéndose de sus últimos ahorros. Luego de infinitas penurias y con la cercanía afectiva de algunas personas bondadosas, pero sin suerte, consigue al fin su propósito con el apoyo incondicional de un galán de cine que reconoce su talento, le facilita una meteórica fama en el cine, sólo para terminar viéndose eclipsado por la nueva celebridad que el mismo contribuyó a fabricar. Esa es la trama esencial de Nace una estrella en su primera versión de 1937, dirigida por William Wellman y protagonizada por una encantadora Janet Gaynor y un carismático Frederic March. Esta historia romántica daría paso a una visión más corrosiva de Hollywood en la que sin duda es la versión más emblemática y redonda, la cinta homónima que en 1954 dirige George Cukor y donde la actriz principiante afina sus virtudes de intérprete de comedias musicales hasta conquistar el estrellato, y sin proponérselo hace añicos la carrera de su Pigmalión alcohólico. Las actuaciones de Judy Garland y James Mason en los papeles centrales son memorables. Cuando la fórmula parecía ya agotada, Frank Pierson, un realizador sin grandes cualidades, acomete en 1976 la más fallida de las cuatro, con los cantantes Kris Kristofferson y Barbra Streisand, disputándose la escena en conciertos de rock, así como el protagonismo en una trama tan melodramática como almibarada. Cabía pensar que con la crítica tan negativa que suscitó esa cinta, la historia (muy popular, pese a todo), no inspiraría ya otro remake. Suponer tal cosa era no tomar en cuenta la persistencia de los mitos populares en Hollywood.
La versión más reciente de Nace una estrella presenta a Jackson Maine (Bradley Cooper) como un perdedor nato en términos morales que casi por accidente tiene una fulgurante celebridad musical para naufragar luego, muy rápidamente, en el alcoholismo y la drogadicción ante los ojos atónitos de su protegida Ally Cantona (Lady Gaga, sorprendente), una cantante principiante que en ningún momento pierde la espontaneidad y gracia que le aseguran su talento natural y su pretendido físico ingrato. Ally ya no es la antigua doncella tierna y abnegada que fue Janet Gaynor. Su paulatino empoderamiento es vigoroso y corresponde a las realidades sociales de la época actual. En torno suyo ha creado un clima de solidaridades afectivas (su padre y los amigos de ese hombre modesto, así como las presencias fieles de sus colegas gays y travestis en el bar de mala muerte donde interpretaba a Edith Piaf), y su transfiguración en gran estrella pop no se cumple ya en detrimento de esa congruencia y honestidad moral que nunca la abandona. Jackson Maine, en cambio, vive sumido en viejos traumas de infancia y en la rivalidad estéril con su hermano mayor. Es el fracasado por excelencia, el has been de cercanía incómoda que, contrariamente al Norman Maine que interpretó James Mason, no llegó a conocer siquiera ni el cálculo ni la malicia. Jackson es el testigo impotente y encantador, incluso en su desgracia, del éxito arrollador de su colega artista y fidelísima esposa. Como director y guionista, Bradley Cooper ha elegido centrar su atención en este personaje masculino, complejo y rico en su misma condición lamentable. La apuesta es arriesgada y novedosa, tal vez sea incluso hoy la mejor estrategia narrativa para mantener vivo aún y siempre fascinante el mito de Nace una estrella.
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