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México 68, más allá del deporte
A

yer se cumplieron 50 años de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1968. Incluso tras el tiempo transcurrido, la justa realizada en México sigue siendo un referente en la historia del olimpismo moderno: fue aquí donde por primera vez una mujer –la atleta Enriqueta Basilio– encendió el pebetero olímpico, fueron los primeros realizados en un país de habla hispana, así como los primeros organizados por una nación que no pertenecía al entonces denominado primer mundo –lo que hoy llamaríamos naciones desarrolladas–. También, los primeros televisados en vivo, primeros que contaron con sistemas de medición electrónica, entre otros hitos, como récords deportivos que medio siglo después permanecen imbatidos.

Pero está claro que el significado de ese evento rebasa por completo al ámbito deportivo, pues los acontecimientos que se sucedieron antes, durante y después de la justa sembraron nuevas maneras de entender la relación entre el poder y los ciudadanos que, años o incluso décadas después, darían paso a inconmensurables transformaciones en todos los órdenes de la vida pública y privada. En primer lugar, 1968 fue la consagración de la juventud –quizá, de manera más precisa, del estudiantado– como actor político; que entonces consolidó su identidad colectiva para nunca más permitir el desdén de los gobernantes hacia sus inquietudes y exigencias. En cuanto a otro colectivo que hoy ocupa un lugar protagónico en la pugna por transformaciones sociales progresistas, la participación de Enriqueta Basilio reflejó la lucha por los derechos de la mujer que caracterizó a esa década; mientras los escasos espacios abiertos a las deportistas, apenas 14 por ciento del total de competidores, ofrecieron un chocante contraste y un recordatorio de todo el camino por recorrer en materia de equidad de género.

Los Juegos Olímpicos celebrados en México significaron también la internacionalización de uno de los conflictos nodales que atravesaban, y atraviesan, a Estados Unidos. El gesto de protesta de los atletas afroamericanos Tommie Smith y John Carlos, quienes levantaron en alto un puño enfundado en un guante negro tras ganar oro y bronce, respectivamente, en la carrera de los 200 metros planos, puso ante los ojos del mundo la lucha por los derechos civiles, la plena igualdad y el fin de la discriminación hacia esa minoría. El intento de censura y el boicot contra las carreras de los deportistas en su propio país hizo patente la urgencia de plantar cara al racismo patológico de esa sociedad.

En el país organizador, la matanza ordenada por las autoridades civiles y perpetrada por el Ejército con el objetivo de poner fin a las protestas estudiantiles generó una fisura irreparable en las relaciones entre sociedad y gobierno al evidenciar tanto la incapacidad de este último para procesar la disidencia dentro de cauces institucionales como su disposición a desplegar los mecanismos más brutales para atajar los reclamos democráticos. A la larga, este quiebre haría insostenible el régimen de partido casi único creado por los herederos de la Revolución mexicana.

En suma, al poner a México en el centro de las miradas mundiales, los Juegos Olímpicos hicieron de nuestro país el medio de una señal de que las cosas iban a cambiar, un mensaje cuyas reverberaciones se sienten todavía dentro y fuera de las fronteras mexicanas.