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El 68 a medio siglo

Es el documental madre

El grito sobrevive a la angustia de Tlatelolco y honra la obra colectiva

Con equipo limitado fue realizado por el CUEC y dirigida por Leobardo López

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▲ La versión restaurada en DVD muestra al Ejército cuando ocupa Ciudad Universitaria en tomas hechas desde la cajuela de un automóvil sin luces; en Tlatelolco, hace días se exhibió Olimpia, de José Manuel CraviotoFoto Jesús Villaseca
 
Periódico La Jornada
Martes 9 de octubre de 2018, p. 13

Resulta curioso que un documental tan decididamente colectivo como El grito se asocie a un solo nombre, que es mítico: Leobardo López Arretche. Es el documental madre de todos los documentales y ficciones realizados a lo largo de medio siglo sobre el movimiento estudiantil de 1968. Su primera virtud fue la de estar ahí, según proclamaba el New Journalism. La segunda: la pasión casi epidérmica que aún hoy transmite al espectador, la inmediatez del dolor, la elocuencia pese a su limitado acervo. Mucha foto fija, a grano reventado, que gana en poder plástico y es un grito que remite al de Edvard Munch.

El grito sería la primera obra adulta del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), fundado pocos años atrás como la única escuela de cine en México. La agitación del movimiento estudiantil penetró por entero al centro compuesto por jóvenes atentos a la Nueva Ola francesa, los hallazgos expresivos de Eisenstein y Vertov, la huella de Buñuel en el cine nacional y la contracultura de los años 60. Parte decidida del movimiento universitario, el CUEC se tiró a las calles a rodar lo que acontecía. Su equipo no era la gran cosa: las cámaras de 16 mm de la propia institución y la película virgen para las actividades escolares del año, recuerda Jorge Ayala Blanco.

López Arretche resultó un líder natural, y como tal, fue electo delegado al Consejo Nacional de Huelga (y luego director de la película). De entonces data que lo apodaran El Cuec. Los testimonios de amigos y contemporáneos recuerdan una figura trágica depresiva. Con su condiscípulo Alfredo Joskowicz encabezó a los estudiantes que filmaron, entrevistaron y fotografiaron los meses transcurridos de julio a octubre de 1968. Como otros, Leobardo sufrió cárcel y tortura, pero todos coinciden en afirmar que los torturadores se ensañaron con él y sus tres meses preso lo afectaron enormemente. Al dejar Lecumberri se enfrasca en una actividad febril: edita con Juan Ramón Aupart El grito, escribe y protagoniza Crates, impresionante película de Joskowicz, escribe los guiones post sesentayocheros de El cambio y El canto del ruiseñor, fotografía el corto La pasión y se pega un tiro el 24 de julio de 1970, con 29 años.

Ocho horas nunca vistas

La herida del 68 encarna en Leobardo hasta lo insoportable. El hombre corpulento, viril, atormentado, triste y eufórico que se autodestruye de manera incontenible. Crates (1970), el autorretrato radical de Leobardo que actúa para sus compañeros del CUEC en su versión del relato nihilista (cínico) de Marcel Schwob. Crates, discípulo de Diógenes (el del barril) acaba en los basureros, ya muy cerca de Samuel Beckett, con encuadres dignos de Bresson. Trata de un joven intelectual de San Ángel que se tira a la calle a vivir como los perros. Aprende a sufrir, goza en la basura, las cenizas, los lodazales y las aguas cristalinas, defeca y copula en la vía pública, se orina en un policía. Una muchacha lo sigue por amor, procrean felizmente en una cueva y se alejan por un camino contra el paisaje rural de la pobreza. El personaje se salva, a diferencia del de Schwob y del Leobardo real que no vio estrenar Crates ni El grito.

Toda una generación de cineastas hace El grito: Raúl Kamfer, Jorge de la Rosa, Jaime Ponce, Francisco Bojórquez, Roberto Sánchez, Arturo de la Rosa, Carlos Cuenca, Guillermo Díaz Palafox, Fernando Ladrón de Guevara, Federico Weingartshofer, José Rovirosa, Sergio Valdez, León Chávez, Francisco Gaitán, Juan Mora, Carlos Cuenca. En el sonido, Paul Leduc y Rafael Castanedo.

Mucha crítica ha regañado a El grito, estrenado en 1971: su imprecisión cronológica, su audio arbitrario y deficiente, su falta de narrativa. Pero las ocho horas de filmación concentradas en el montaje nervioso de López Arretche, Aupart y Joskowicz logran que las fotos fijas hablen gracias al movimiento, magia esencial del cine, y en la película tengan el poder del silencio. Un documental formalmente audaz para la época. Pobre, sí. Expresionista casi, en clave para quienes vivieron el movimiento. Vemos y escuchamos al rector Javier Barros Sierra, al presidente Gustavo Díaz Ordaz y su cruda arrogancia, el servilismo del Congreso y los sindicatos, el atroz papel de los medios. Las voces, disociadas de la imagen de las masas, inciden y rompen el testimonio fragmentado de la periodista italiana Oriana Fallaci, famosa reportera de escándalos y de guerra cuya prueba mayor fue el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, al ser vejada y herida por el Ejército mientras transcurría la matanza.

Enviada a México por L’Europeo, se compenetró en los acontecimientos y pronto escribió también en La Voz de México. Al principio y al final de El grito, en voz de Magda Vizcaíno, relata el 2 de octubre mientras fotos y tomas a escondidas nos ametrallan los ojos:

“Llegué a las 4:45 y la plaza estaba casi llena. Subí a la terraza del tercer piso del edificio en que se hallaban los líderes, sorprendiéndome al ver sólo a unos cuantos. Uno de ellos, que se notaba muy nervioso, dijo que se había demorado porque carros blindados y camiones llenos de soldados estaban desalojando a la gente de la plaza. Los líderes tenían planeado anunciar una huelga de hambre para luego marchar a las instalaciones escolares ocupadas por el Ejército. Pero entonces dijeron, ‘compañeros, vamos a cambiar de programa. Nadie irá a la escuela porque nos están esperando para matarnos. Cuando este mitin concluya, nos iremos a nuestra casa’. Después del anuncio, una chica como de unos 17 o 18 años con voz de pajarito dijo, ‘quiero pedirles que permanezcan tranquilos’. Todos aplaudieron. Luego, otro dijo, ‘queremos enseñarle al gobierno que sabemos otras formas de lucha. El lunes iniciaremos una huelga de hambre’. En ese momento, un helicóptero apareció sobre la plaza, bajando, bajando. Segundos después lanzó dos luces verdes en medio de la multitud. Yo grité, ‘muchachos, algo malo va a pasar. Han lanzado luces’. Me contestaron, ‘vamos, no está en Vietnam’. A lo que repliqué: ‘en Vietnam, cuando un helicóptero arroja luces, es porque desean ubicar el sitio a bombardear’”.

La inhumana capacidad de angustia de Leobardo (Ayala Blanco) y su talento desdeñoso y atormentado para la cámara y la narración, imprimen en El grito una fuerza que atempera sus miserias materiales. La reciente digitalización realizada por la UNAM lo redime de su aura pirata y clandestina, que alimentó el mito en su momento, pero era un estorbo para las nuevas audiencias. La imagen ganó nitidez y las grabaciones adicionales suenan más como español. Al final, las gloriosas Olimpiadas asoman ominosas, como los aros olímpicos inflados que suben al cielo durante la inauguración en plena Ciudad Universitaria. Una música militar y fúnebre desemboca en la espantosa Fanfarria Olímpica de Carlos Jiménez Mabarak que entonces se oía hasta en la sopa.