e un lado para el otro, el gobierno en ciernes encara las duras verdades de las víctimas y las mil y una expresiones y ánimos que la violencia criminal ha dejado en personas, familias, comunidades y regiones. De ese tamaño es el dolor y de esa magnitud es el esfuerzo que tendrá que desplegarse no sólo para aliviarlo, sino para ofrecer a los deudos un refugio, un consuelo, no digamos una razón para seguir sintiéndose parte activa, voluntaria y decidida de una comunidad mayor llamada nación, México, patria.
Tal es el daño infligido al país todo por la insensata guerra contra las drogas, decidida sin mayor consideración por el presidente Calderón al inicio de su gobierno. Si sus asesores y los jefes de las fuerzas armadas de entonces le dijeron lo que esa decisión implicaría no lo sabemos; si lo conminaron a reflexionar sobre lo que ello conllevaría, tampoco. Lo único que tenemos hoy, a 12 años de que esa infausta empresa empezara, es una desolación exponencial y una ira sin cauce ni llegada. Sólo dolor y, como ha venido a expresarse en los espacios menos imaginables, miedo extendido y contagioso, subterráneo y de superficie, pero siempre dispuesto a minar cualquier intento de recuperación del ánimo que pudiera devenir en un talante cooperativo real, presto a encarar las peores manifestaciones que ese miedo propicia cotidianamente.
Lidiar con algo como esto no admite soluciones fáciles ni recetas de uso múltiple. Requiere una voluntad anclada en una visión consistente de futuro de la cual pueda surgir una estrategia, un programa, un plan que entiendan a la violencia y el miedo que la acompaña como expresiones extremas, a la vez que profundas de un decaimiento, una corrosión, no sólo del sistema político, sino del orden estatal y de gobierno que se retroalimenta con el declive agudo de las formas de organización de la economía y de relación con el resto del mundo.
Se trata de un deterioro de estructuras, voluntades, carácter y conductas que no admite soluciones ocasionales ni ocurrencias. Más bien, supone mucha dedicación y entrega al quehacer gubernamental y enormes dosis de voluntad creativa y disposición cooperativa no sólo con los que lo acompañan a uno en el empeño de gobernar, sino con quienes de entrada dudan o de plano se oponen a los planes y propuestas del grupo ganador.
Todo esto implica reconocer al otro y esforzarse por admitir que lo que ese otro piensa y quiere, crítica y rechaza, puede contener dosis de razón y coherencia que, tan sólo por eso, pueden enriquecer el proyecto original. De eso se trata la deliberación que, dicen los clásicos, es la esencia de la democracia.
No se trata sólo de proponer un despliegue de generosidad que no se ha visto por ningún lado y que no nos caería mal en esta hora de terror y angustia. Sino de entender que de esos ejercicios de comprensión y empatía depende, en gran medida, la eficacia de la conducción del Estado y el trazado de rutas menos equívocas que las que la realidad inmediata nos ofrece.
La interlocución política es obligación primera del que tiene el mando, como lo es la búsqueda de entendimientos y cooperación con el más ajeno y hostil. Pero no es tarea de un solo hombre; nunca lo ha sido, ni cuando imperaba la mitología del presidencialismo omnímodo y las ocurrencias sobre el estilo personal del gobernante.
Fortalecer la democracia para entendernos y llegar a acuerdos se mantiene como el cometido vital, incumplido, de quienes gobiernan la nave del Estado. No hay que permitir que coros y plañideras de apoderen del escenario y sofoquen lo que nos queda de ánimo deliberativo. Las bravatas y las prepotencias de que se ha hecho gala en la Cámara de Diputados, no se corresponden con la dureza y la dificultad que en materia de desarrollo, seguridad y orden tiene enfrente el Estado.
Tampoco tienen nada qué ver esas nefandas prácticas pueriles con la necesidad ingente que cualquier empresa de gobierno tiene de colaboradores leales, comprometidos y responsables. Una necesidad que tampoco se va a satisfacer acorralando y demeritando el servicio público, atribuyéndole prácticas indebidas en las que pocos o muy pocos incurren.
El respeto al trabajo de los demás, nunca ha estado reñido con la crítica o el reclamo de mejoría y compromiso. Pero la andanada contra la burocracia en general, so capa de una austeridad poco o nada explicada, mucho menos argumentada, poco tiene que ver con esto.
Antes de que en vez de lluvia tengamos lodo y centellas, una micra de meditación y un gramo de prudencia. Este también es tiempo de reconsiderar.