a elección presidencial pasada desorganizó de tal manera las fuerzas políticas que el régimen de partidos que imperó por casi tres décadas colapsó. Fue tan brutal la sacudida que ahora no sabemos bien a bien dónde estamos. Los reacomodos siguen a la orden del día, y obedecen a criterios oscuros o cambiantes. Si los partidos son una brújula en el mundo caótico de la política, su ausencia nos deja por completo perdidos y expectantes. La desintegración del gobierno de Peña Nieto se añade a las causas de la oscuridad en la que nos encontramos, y la integración del nuevo gobierno, tan llena de sorpresas como una caja de chocolates, tampoco nos ayuda a encontrar un norte que nos indique más o menos en qué dirección vamos. Nunca pensé que llegaría un día en que reclamaría yo al gobierno de Peña Nieto que gobierne; ni Pascual Ortiz Rubio se desapareció así. Todavía no sabemos cuál será el precio de este numerito, pero no será gratis.
En este interregno es todavía más notable la ausencia de los partidos políticos. Nuestra experiencia con esas organizaciones no ha sido la dimensión más satisfactoria de la democracia mexicana. Lo entiendo bien; pero no podemos renunciar a ellos porque son insustituibles para organizar a las fuerzas políticas, el voto, al electorado, las alternativas, las ideas, los programas políticos. Además, los partidos son responsables de sus dirigentes y de sus militantes, y si las cosas salen mal, sabemos a quién dirigirnos.
Los partidos políticos son instancias intermedias entre el ciudadano y el gobierno; son instrumentos para gobernar, contribuyen a resolver conflictos y a encontrar respuestas. Es muy probable que si en el verano de 1968 hubiéramos tenido auténticos partidos, activos en el Congreso, representantes de la pluralidad de intereses e ideas inherente a nuestra complejidad social, hoy estaríamos contando una historia del movimiento estudiantil completamente distinta. En cambio, el régimen autoritario de entonces pronto se quedó corto de instrumentos para gobernar y recurrió a la represión.
A muchos, si no es que a todos, irritan los abusos en que han incurrido partidos nuevos y viejos. Basta hacer cuentas de la cantidad que recibió el Partido de la Sociedad Nacionalista para condenar ese tipo de fraude electoral. Y, sin embargo, los necesitamos, como se necesitan las vacunas contra la rabia si nos muerde un perro, o los raticidas si de repente sufrimos una invasión de ratones, por monos que sean.
¿Cuántos necesitamos? ¿Más o menos de los que teníamos antes de la pasada elección? Tantos como demande nuestra diversidad política. Pero ahora que la nostalgia por lo que creemos que fue, está tan de moda, creo que lo ideal sería volver a la histórica distribución tripartita que se formó cuando se fundó el Partido Popular en 1948, que duró décadas, para luego descomponerse, y resurgir después de 1988.
La historia enseña que los regímenes políticos sin partidos no tardan en transformarse en dictaduras que pervierten los principios de participación y de representación, y promueven una simplificación artificial y empobrecedora de la política. Para nosotros, para mi generación, que arrastramos la larga historia de un partido que vivió durante décadas la tentación del partido único, la vida sin partidos es un mal sueño demasiado familiar. Por eso celebramos con entusiasmo el paso al régimen pluripartidista, porque sabemos cómo se vive sin partidos.