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La izquierda en el límite
E

n la pasada década, en diversas partes del mundo, la izquierda ha emprendido múltiples y disímbolos intentos por figurar el enigma de cómo gobernar en tiempos tan inclementes. Tiempos cifrados por las secuelas de lo más cercano (que nos ha tocado vivir) a una depresión (la crisis financiera de 2008), por el ascenso de las versiones más exóticas (e inalienables) de la derecha (Trump, Rajoy, Temer…), por la restauración (casi en copycat) de los mecanismos que llevaron a la propia crisis y por el súbito giro, en los años recientes, que recomienda amurallar mercados y naciones. Un recorrido más detallado por cada una de estas experiencias mostraría las gigantescas dificultades para hacer política de izquierda desde los andamiajes del Estado, cuando éste representa hoy la zona más acosada y disputada por los poderes globales. Toda la retórica conservadora sobre el Estado como sitio de la degradación, la inoperancia, los excesos y el dispendio no hace más que ocultar que, por debajo de la mesa –y a veces no tan debajo–, esos poderes han hecho del Estado su principal fuente de ingresos y utilidades –mediante el endeudamiento–, su guardián policiaco –para garantizar el extractivismo y las obras de estructura– y su niñera o su pastor –como una metáfora medieval– de almas y cuerpos de poblaciones que viven siempre bajo el azoro de la criminalidad.

De esta breve y reciente historia de la izquierda quedan éxitos inesperados –casi nunca reconocidos–, repliegues forzados, caídas bruscas, fracasos abismales (y hasta fatales) y catástrofes –como la tragedia de Nicaragua–. Pero sobre todo: intentos apenas advertidos por desarrollar estrategias impensadas –inverosímiles hace pocos años– para hacer de la vida cotidiana algo menos inclemente en tiempos tan bizarros. Y acaso es este límite el que fija sus máximas expectativas en la actualidad. Enumero sólo unas cuantas estaciones de este pasado reciente.

Brasil, el caso más paradigmático. Bajo los gobiernos de Lula y Dilma, Brasil acabó por consolidarse como una asombrosa subpotencia, la única en América Latina. Nadie se los puede negar. Gobiernos siempre realistas, enfrascados frecuentemente en alianzas descorazonadoras (basta con recordar que Michel Temer fungió como vicepresidente de Dilma Rousseff) que hicieron posible hacer frente al desafío número uno de cualquier orientación de izquierda en la actualidad: propiciaron un veloz crecimiento durante años –hasta que llegó la crisis de 2015. Sólo así, bajo condiciones de maduración, fue posible emplear estrategias sociales destinadas a hacer un poco menos pobre la pobreza. Sin crecimiento, intentar distribuir el ingreso conduce a la locura. ¿La clave brasileña?: no permitir la escalada del endeudamiento. Tal vez, el desafío más complejo de la actualidad. No hay nada que prenda más los focos rojos en el mundo global que un Estado que renuncia a endeudarse. La razón es sencilla: hoy no es necesario bloquear naciones, basta con cortarles el suministro de préstamos. En el primer momento en que el gobierno del PT mostró una debilidad, comenzó la cacería de los halcones bancarios. Fue el momento del desafuero de Dilma. Pero la respuesta del PT, lejos de enfrentar la crisis con violencia –como en el caso de Nicaragua– siguió los compromisos de las instituciones que él mismo ayudó a forjar. Nunca hay que despreciar la distinción entre una izquierda democrática y una autoritaria y clientelar, si se quiere entender a la izquierda en general.

Portugal, la sociedad manda. Bajo la coalición de Antonio Costa, Portugal parece haber sorteado muchos de sus dilemas tradicionales. Se ha convertido en un centro tecnológico, una economía próspera y una sociedad cada vez menos desigual. La fórmula ha sido distinta a la brasileña: situar al Estado como un soporte de la sociedad y entregar a ésta toda la iniciativa. Tal vez sea la fórmula idónea para el siglo XXI.

Grecia, la zona de la ambigüedad. La mayoría de los analistas apuntan que abandonar el euro habría sido la mejor opción para el país mediterráneo. La sociedad griega no se recobra, la degradación de la vida continúa, la vida precaria se extiende. Y sin embargo, Tziriza, al que hace algunos años se acusó de capitulación, ha logrado tranquilizar a la angustia europea. Todo a costa de su propia identidad. ¿Valió la pena? Si no hay condiciones para realizar el mínimo de una estrategia de izquierda, ¿por qué no dejar que gobierne el centro? Un síndrome de las franjas políticas de este ámbito es no reconocer el momento en el que hay que replegarse. Esta ambición no mata, pero termina con cualquier identidad.

Uruguay, un caso singular. Nadie más exitoso que el Frente Amplio que gobierna desde Montevideo. La fórmula ha sido insertar a las inversiones extranjeras estrictamente en el mundo productivo –y contener su paso en la esfera financiera. Inversiones de riesgos calculables, ecológica y socialmente ecuánimes, sobre todo en el desarrollo de la infraestructura.

Todas estas fórmulas pasan por una y la misma pregunta: cómo domesticar a las fuerzas globales y mantener, en casa, un Estado disciplinado.