Iniciativa de La jornada hace 30 años
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Jueves 13 de septiembre de 2018, p. 10
En 1988, cuando se cumplían 20 años de la masacre de Tlatelolco, La Jornada convocó a sus lectores a participar en un libro testimonial. Por conducto de Daniel Cazés, quien dirigía entonces la editorial del periódico, se invitó a quienes habían vivido el 68, desde distintas perspectivas, a enviar un texto sobre lo ocurrido entre julio y diciembre, hace 50 años; 70 autores contribuyeron a armar un relato a muchas voces. En 1993, con motivo de los 25 años del movimiento, se publicó Memorial del 68. Hoy retomamos algunos fragmentos de ese mosaico narrativo.
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En el principio, La Batalla de Argel y las brigadas
Emilio Reza Araujo
Ya teníamos alguna experiencia en tomar la calle. La habíamos acumulado en los meses anteriores, durante las movilizaciones y la huelga de hambre simultánea a la de los líderes del movimiento ferrocarrilero de 1958–59, Demetrio Vallejo y Valentín Campa. Estaban encarcelados ilegalmente y nosotros demandábamos su libertad inmediata e incondicional. También habíamos logrado avances con las protestas contra la escalada bélica de Estados Unidos en Vietnam, y contra la invasión a la República Dominicana en 1965.
Nuestra práctica en mítines relámpago incluía al que habíamos organizado fuera del cine donde se exhibía La batalla de Argel: mientras algunos compañeros detenían el tráfico enlazados con las manos, otros repartían propaganda, otro más hacía la denuncia a grito pelón trepado sobre el cofre de un autobús, y los demás echaban aguas en las esquinas por si llegaban los azules.
Además, acabábamos de leer en El Día un escrito de Vladimir Palmeira, dirigente de la Unión de Estudiantes Brasileños, en el que relataba la experiencia de las brigadas relámpago estudiantiles en Sao Paulo. Ese texto influyó de manera determinante en nuestra decisión de movilizarnos entre la población como peces en el agua
.
Al principio, la facultad había ido al paro activo
por la detención, en pleno proceso electoral, del candidato de la planilla Blanca, que proponía sustituir con un sindicato estudiantil a la anacrónica y desprestigiada sociedad de alumnos, burocratizada y controlada casi siempre por los priístas en contubernio con los fascistas del MURO (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación).
Así fue como, al terminar una de las asambleas de esa primera semana del movimiento, Iracheta, Isabel, Jorge el-no-hay-valores y el responsable de la naciente brigada informativa, decidieron dirigirse hacia un banco en la glorieta de Francisco Villa (¿o fue la de Etiopía?). Ahí, sin más, empezaron a detallar acerca del bazucazo a la Preparatoria de San Ildefonso, de los desaparecidos y heridos, y de la valiente defensa que los preparatorianos hicieron de su escuela.
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Lo que realmente estaba pasando
Itzeder Olaizola
Todo surgió de repente. En la parte trasera del edificio de laboratorios de la Facultad de Química alguien colocó unos papeles con el dibujo de algo que parecía un guerrero de otros planetas. Acercándose se identificaba a un granadero en actitud de golpear.
La vida en la facultad se iba transformando. Un día, con la primera asamblea, empezamos a darnos cuenta de qué se trataba. Los alumnos de la escuela preparatoria Isaac Ochotorena y de una vocacional fueron brutalmente reprimidos por los granaderos a consecuencia de una bronca entre estudiantes.
Para la mentalidad de los egresados de escuelas particulares, parecía natural que los alumnos violentos, que debían ser de escuelas oficiales, encontraran la respuesta oficial del mismo carácter. Pero las cosas se iban poniendo peor. Vino el bazucazo y, a pesar de que la prensa informaba tendenciosamente, en las escuelas se discutía y se contrainformaba.
Era evidente que el gobierno estaba cometiendo injusticias y violando la ley. Lo que le pasaba a nuestros compañeros le podría pasar a cualquiera de nosotros. Teníamos que dar a conocer a todos los mexicanos lo que realmente estaba pasando.
Uno de los temas centrales de la discusión era la legalidad: no se podrá detener a nadie sin orden de aprehensión; no se puede impedir ni coartar la libertad de expresión; si matan o hieren a alguien, tendrán que indemnizar a los afectados y castigar a los culpables…
Tendremos que luchar por todo esto. Las leyes nos protegen; si no nos hacen caso, nos iremos a la huelga. Unidos venceremos.
Nos fuimos a la huelga. Los primeros días la actividad era intensa y la concurrencia llenaba el auditorio de las asambleas. Se sacaban las bocinas para la gente que no cabía, aunque ya se notaban las ausencias de muchos compañeros.
Yo cursaba el segundo semestre de la carrera y había ingresado a la facultad con un grupo de cuatro compañeros de prepa y de secundaria del Instituto Luis Vives. Nos mantuvimos como grupo durante toda la carrera.
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Noche de terror y amargura
Asunción Parra viuda de Huerta
El día 2 de octubre de 1968, siendo presidente Díaz Ordaz y secretario de Gobernación, Luis Echeverría, yo tenía cuatro hijos estudiantes de la UNAM. Asistimos ellos y yo, como a las 5:30, a Tlatelolco, muy contentos, al mitin.
Llegamos por la Voca 7 del Poli y vi a los granaderos jugando baraja. En ese momento vi aparecer un helicóptero y frente a mí reconocí a una amiga de mi hija, estudiante de medicina, que miraba preocupada hacia atrás de nosotros, hacia abajo del puente. Volví la mirada al helicóptero que volaba sobre un costado de la iglesia y vi cómo echaba una luz verde o roja.
En ese momento volví mi cabeza hacia atrás y vi los soldados que iban entrando con sus rifles en el brazo.
También me fijé que por el edificio Chihuahua estaban más hombres, con trajes negros o azules y un guante o un pañuelo blanco en su mano.
En ese momento los soldados ya estaban listos para disparar. Toda la gente corrió hacia los edificios, asustada, pues empezaron a oír tiros.
El helicóptero pasó sobre nosotros y empezó a disparar también. Entonces corrieron mis hijos y saltaron una barda. Mi hijo me jaló y nos salimos por una calle aledaña. Ahí tomamos un taxi que pasó. Se hizo un embotellamiento… llegamos como a las nueve de la noche a nuestra casa.
Ahí encontramos a mi hijo mayor, pero mi hija menor no aparecía. Tenía 18 años y estudiaba medicina. Mis otros hijos la fueron a buscar a hospitales y a la morgue, y como a las tres o cuatro de la madrugada me dijeron:
–Madre, tu hija no está muerta. Debe estar escondida en Tlatelolco.
No pudimos dormir, y como a las seis de la mañana llegó y nos contó que toda la noche estuvo en un costado de la iglesia de Tlatelolco, y que a ellas las pusieron de blanco para que les dispararan los halcones.
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