l movimiento estudiantil de 1968 en México no fue sólo la espantosa matanza del 2 de octubre. Cierto, nadie puede evocar los sucesos sin que surjan de la memoria, inmediatamente, las escenas de horror de muchachos y muchachas, madres de familia, niños, intentando escapar de la ratonera, cayendo bajo el fuego de las ametralladoras, yaciendo exangües, acribillados, en la plaza y los corredores de Tlatelolco. Asesinados.
Sin embargo, durante fines de julio, agosto y septiembre, entre mítines, manifestaciones, pintas, y a pesar de los arrestos, las víctimas mortales aquí y allá, las ocupaciones por el Ejército de Ciudad Universitaria, del Casco de Santo Tomás (después de una larga noche de defensa de los estudiantes del Politécnico) y de Zacatenco, el ambiente era eufórico. La efervescencia nos mantenía despiertos durante largas noches en vela. La vida se aceleraba y el cumplimiento de los deseos parecía al alcance. Soñábamos despiertos. Algunos escribían poesía en los muros, durante las arriesgadas pintas hechas de madrugada para escapar a la policía. Los discos de los Beatles, de Dylan o de Peter, Paul and Mary, servían de fondo a las discusiones que se tenían antes y después de las excursiones nocturnas para llenar de lemas y consignas las paredes. La ciudad era nuestra a esas horas cuando los jóvenes la poseían como a la amada.
Rimbaud, Lennon y el Che eran los ídolos entre los jóvenes que aún no cumplíamos 20 años. Crear poesía, componer música, hacer la revolución eran los anhelos que prevalecían en mi generación. Peace and love, paz y amor, era nuestro lema. Aspirábamos a la revolución, sí, pero pacífica, sin derramamiento de sangre ni muertos. Imagine all the people, living life in peace.
David Huerta y yo vivíamos en un departamento en la calle Pitágoras, junto a la avenida Universidad. Dada nuestra edad, éramos algunos de los raros muchachos en poseer un techo libre de la autoridad paternal. Espacio de libertad, muy pronto convertido en centro de reunión de preparatorianos compañeros de David, de alumnos recién ingresados a la Universidad donde yo estudiaba. Desde ahí, salían en pequeños grupos a hacer pintas. La espera de su regreso era siempre ansiosa: podían ser detenidos, incluso golpeados. Como se dio la consigna de quedarse en casa a las mujeres embarazadas, mi papel era el de esa espera, eternizada por la angustia que aumentaba con las horas.
Había de todo entre los chavos que venían a casa. Capitalinos y provincianos. Venidos de Narvarte, de la Nápoles, de la Roma o de una vecindad. Algunos hablaban de la sucesión presidencial: Martínez Manatou o Echeverría. Otros preferían esquivar la política nacional, después de todo rebasada, creían otros, por la fuerza del movimiento. Reinaba un sentimiento de poderío, de fe en la unión.
Otros techos acogían también a profesores, intelectuales. La magnífica actriz Selma Beraud presidía uno de los centros de reunión más buscados y, dentro de lo serio del espíritu, lejos del espíritu de seriedad, el lugar era festivo.
Una noche, Luis Ángeles, quien venía a Pitágoras, fue arrestado durante una pinta. Debíamos liberarlo cuanto antes. Los rumores corrían en escuadrilla, levantando temores un día, tranquilizando al siguiente. Luis podía ser torturado, desaparecer. David y yo acudimos a ver al jefe de prensa de la Procuraduría, como hijos de sus vecinos en la colonia Periodista. Nos afirmó que no tenían a ningún Luis Ángeles. Al recorrer los pasillos de esas oficinas, Luis nos escuchó. Le impidieron gritar. Después, nos contaría, riendo, cómo el agente que lo interrogó, le dijo: ‘‘Con todo mi respeto por su abuelo, don Felipe Ángeles, le aconsejo no jugar a la revolución, jovencito. Es peligroso”.
El retiro del Ejército de la Universidad y el Politécnico reavivó las esperanzas. No durarían sino 24 horas, ahogadas en un baño de sangre. Pero impotencia y odio no pueden asesinar los sueños.