a discriminación y los malos tratos de que son objeto las personas migrantes que sin permiso de residencia ingresan a un país que no es el suyo se han vuelto moneda corriente. Casi sin excepciones, las autoridades de los países receptores echan mano, para definirlas, de diversos términos que pretenden ser administrativos (indocumentados, irregulares, clandestinos, sin papeles) pero que en realidad contienen una alta dosis de repudio basado en la afirmación de lo propio a costa del rechazo de lo ajeno. De ese modo, la figura del migrante que deja su tierra natal a causa de conflictos, persecuciones, catástrofes, hambrunas o simple necesidad de supervivencia, se asocia c la condición de ilegal y justifica
la arbitrariedad que se ejerce contra el ajeno convertido en indeseable.
El crecimiento exponencial que el fenómeno migratorio muestra desde fines del siglo pasado, y que se ha acentuado en años recientes, especialmente (pero no sólo) en Europa, ha impulsado un enérgico resurgimiento de los nacionalismos xenófobos, no sólo en los ámbitos de gobierno sino también a escala ciudadana, entre los habitualmente pacíficos hombres y mujeres que constituyen el cuerpo de la sociedad.
Con el abandono del territorio venezolano por parte de miles de personas de esa nacionalidad y su ingreso a Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y en menor medida algunos otros países del área, se reavivan los indeseables fuegos de la discriminación y la exclusión por razones de origen, así como la satanización sistemática de los refugiados. Más allá del discurso que eventualmente se utilice, no se trata de una cuestión política: con independencia de la opinión que cada quien tenga sobre el régimen encabezado por Nicolás Maduro, un enorme número de seres humanos (más de dos millones desde 2014, según la Organización de las Naciones Unidas) se está esparciendo por el subcontinente, cada vez en condiciones más precarias, encontrando cada día mayor resistencia y hostilidad.
Al incidente producido en Pacaraima, Brasil, donde pobladores atacaron un campamento de mil 200 refugiados venezolanos y quemaron sus pertenencias, se le sumó una virulenta campaña de odio en las redes, acusando a los migrantes de diversos delitos. En Ecuador y Perú, mientras tanto, se adoptaron medidas de control más rígidas que dificultan el tránsito de personas provenientes de Venezuela, y en Colombia organizaciones de la sociedad civil alertaron contra el creciente aumento de la xenofobia anti-venezolana, temiendo un posible estallido de violencia. Todo en un ambiente donde la animadversión popular contra los refugiados (aunque técnicamente no tengan ese estatus) aumenta en forma inquietante. Y como si eso no bastara, en la capital de Costa Rica –país tradicionalmente hospitalario con los perseguidos– una convocatoria por redes sociales reunió a cientos de personas pero no contra venezolanos sino contra nicaragüenses que habían buscado refugio en ese país a raíz del conflicto que vive la patria de Sandino. La marcha terminó en una zacapela que no dejó víctimas pero sembró incertidumbre sobre la evolución futura de los acontecimientos ligados a la migración.
En las esferas oficiales la migración masiva suele ser motivo de preocupación por la incidencia que podría tener en economías raramente sólidas, y porque exige una reformulación de las políticas tradicionales de recepción y asilo, argumento ciertamente atendible. Pero para el común de las personas, es decir la mayoría, la hostilidad hacia los migrantes no pasa de ser una conjunción de prejuicios (a veces históricos) y de falsas ideas que impiden la convivencia y el equilibrio social, saboteando los principios de la democracia y el respeto a los derechos más elementales del ser humano.