Sábado 11 de agosto de 2018, p. a16
Suena música donde nada pasa y todo sucede, ‘‘no música” hecha por un ‘‘no músico”, una delicada obra de arte que su autor, Brian Eno, hizo para ser efímera pero se convirtió en monumento. Ahora se cumplen 40 años de Music for airports, un disco que cambió el curso de la historia.
Desde septiembre de 1978, cuando se editó este álbum, el término ‘‘música ambient” campea y no ha sido borrado ni superado por ninguna de las ya incontables denominaciones de la música electrónica.
En las notas al programa del disco original, Brian Eno anuncia: ‘‘un ambiente se entiende como una atmósfera, o una influencia del entorno: un tinte. Mi intención es producir música ostensible para momentos particulares y situaciones con el objetivo de construir un pequeño pero versátil catálogo de música de medio ambiente investida por una variedad amplia de estados de ánimo y atmósferas”.
Acuñó así el término Ambient Music: ‘‘me he interesado en la utilización de la música como un ambiente con la convicción de que es posible producir material que pueda ser usado sin comprometerlo a ninguna circunstancia en particular. Y para distinguir mis experimentos de lo que otros buscan al enlatar música, comencé a utilizar el término música ambient”.
La música para aeropuertos fue concebida, entonces, ‘‘para inducir calma y espacio para pensar”.
Debe ser maleable, ‘‘acomodarse en muchos niveles de escucha atenta sin forzar ninguno de ellos en particular; debe ser al mismo tiempo ignorable e interesante”.
Este disco está dividido en cuatro módulos en igual número de loops o lazos, círculos concéntricos de sonido, el primero de ellos una melodía muy sencilla que se repite y produce el efecto de una suave marea, una brisa fresca. Un ensueño.
Escuchar Music for airports nos transporta, eleva, hace flotar. Suena lontananza, paisaje, cielo, mar en calma, viaje próspero.
Esa música es un soplo suave, una caricia lenta, el rumor de la lluvia en el tejado, uno de tus rizos rozando mi frente, tus dedos en mi piel, tus pies desnudos, un colibrí flotando, la brisa del mar, un ave en lo alto del cielo suspendida, el vapor en el espejo mientras te bañas, el humito que sale de tu taza de café, tu sonrisa, la danza de las ramas de los árboles, tu voz en lo profundo de mi sueño, tu risa.
Escuchar Music for airports es semejante a observar la sonrisa de Buda, la luz del sol entrando, dormir de cucharita, las campanas tubulares sonando en la ventana, los remanentes del día, las primeras luces de la mañana, un coro de ballenas a medianoche en altamar. Tus pies, desnudos.
Este disco inauguró un debate que pervive: el arte en espacios públicos: ¿quién decide qué escultura, monumento, adorno, obra de arte, mamarrachada o ridiculez, se deposita en algún lugar público?
Brian Eno concibió su concepto ambient mientras padecía durante horas el agobio de las salas de espera en un aeropuerto. Sonaba, narra, ‘‘una música horrenda en un edificio bellísimo”. Estaba en Alemania. Y ahí puso en sus apuntes: ‘‘la música muzak tiene como propósito blanquear el espacio acústico para llenarlo de supuestas golosinas. Urge mejorar el entorno”.
Recurrió a la técnica inventada por Steve Reich, conocida como ‘‘phasing”: lazos, nudos, círculos de sonido que se repiten. Fases. El primer movimiento de esta obra de 48 minutos de duración pero ideada para ser puesta a sonar interminablemente, repite en piano una frase hipnótica. El segundo tiempo es un coro femenino sin palabras. El tercero también con voces pero, a diferencia del anterior, esta vez con piano en lugar del sintetizador, instrumento que corona el movimiento final.
Para conmemorar el 40 aniversario de esta música de prodigio, fue puesta a sonar durante un día entero en uno de los seis aeropuertos de Londres y el experimento se ha repetido en distintos puntos del planeta.
La banda de culto Bang on a can celebró hace 20 años las primeras dos décadas de Music for airports con una grabación igualmente asombrosa, pues la obra original está concebida como música electrónica, manipulada en laboratorio a partir de materiales generados en un estudio de grabación, pero los muchachos de Bang on a can realizaron el prodigio de replicarla en vivo, con instrumentos acústicos.
Volcaron interés mayor en el concepto ambient, volvieron los sentidos hacia la revolución musical que el mundo empieza a percatarse realizó Erik Satie (1866-1925), de quien John Cage (1912-1992) fue el primero en descubrir la mera raíz de lo que se conocería después como ‘‘minimalismo”.
Con su delicioso sentido del humor, Satie escribió en 1917 su lúbrica Musique d’ameublemeunt para instrumentos acústicos, interpretada en vivo en lugares públicos para no ser escuchada, sólo para estar ahí, como lo están los muebles o las paredes empapeladas.
Esa música fue concebida por Satie, anticipándose a Brian Eno, para ser interpretada en espacios públicos, pero en particular en ‘‘no-lugares”, de acuerdo con la denominación que con los años definiría el antropólogo Marc Augé.
Un no lugar, escribe Augé en su libro Non Places, escrito hace 15 años, es un sitio de impermanencia, de transitoreidad, como un cuarto de hotel, una estación de tren o de autobuses. Un aeropuerto. O la vida misma.
Porque todo es transitorio, insatisfactorio, cambiante e impermanente, de acuerdo con la verdadera naturaleza de las cosas.
Un no lugar, una no música. Todo sucede y nada ocurre.
Es como la meditación budista, cuando la hermana Dayachandra dice:
‘‘Ha llegado el momento de no hacer nada y no pensar en nada. Sólo estar aquí y ahora”.