a sede de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en el suroriente de la capital, tiene una historia triste y un aire inconfundible de baluarte medieval fortificado: unas paredes de hormigón que forman una superficie lisa y convexa, con pequeñas troneras y un acceso esquinado que por un asunto de proporciones parece diminuto; está situada, además, al borde de una vía rápida repleta de automotores que hacen el papel de los fosos repletos de cocodrilos imaginarios que rodeaban los castillos. Es un entorno programadamente hostil a los peatones, a la gente de a pie, al pueblo, un fiel reflejo urbanístico y arquitectónico de la concepción de las instituciones que ha imperado a lo largo de décadas. Tras los comicios anteriores al de este año, el edificio fue rodeado de lejos (los operativos antidisturbios fueron, en ambos casos, impenetrables) por manifestantes que protestaban por la consumación de un robo (2006) y de una compra (2012) de la Presidencia. Su angustia por un país que se iba a pique no llegó ni siquiera a rozar los muros del establecimiento judicial; fue derrotado en silencio por las vallas metálicas y las armaduras de los policías antimotines, dispuestos en varios anillos impenetrables alrededor del recinto, en cuyo interior se consumaban las indecencias de ungir a gobernantes elegidos por el poder del dinero.
El miércoles pasado, cuando Andrés Manuel López Obrador entró a la sede tribunalicia para recibir el documento que lo acredita como presidente electo de México, los alrededores del edificio también estaban llenos de gente, pero esta vez no había indignación sino fiesta. El dispositivo policial de resguardo fue mucho más discreto y menos beligerante que en las ocasiones anteriores, pero resultó igualmente impenetrable. Qué paradoja: el político que ha abominado siempre de las guardias pretorianas y de los guaruras fue separado de la masa que lo vitoreaba por un último designio autoritario del régimen que se va y que ni en sus momentos postreros ha podido superar el miedo al pueblo.
Pero el documento que le fue entregado al nuevo mandatario no fue la carta de rendición de ese régimen. La tranquilidad solemne de la ceremonia del miércoles contrastó con las campañas mediáticas de desprestigio lanzadas por diversos estamentos de ese régimen en cosa de 20 días: la impresentable e infamante resolución del Instituto Nacional Electoral (INE) sobre el Fideicomiso Por los Demás, las andanadas sistemáticas tras cada nombramiento de los integrantes del futuro gobierno, las difamaciones que igual inventan un cargo o un encargo para René Bejarano, que asocian la exoneración de Elba Esther Gordillo con el reconocimiento formal de AMLO como próximo presidente o –perla– que atribuyen a la envidia
la decisión lopezobradorista de eliminar las suculentas pensiones de los ex presidentes; desentona también con el escandaloso fraude electoral en Puebla y con los trapicheos autocráticos de dos gobernadores priístas –Omar Fayad, de Hidalgo, y Claudia Pavlovich, de Sonora– para amputar las atribuciones de los poderes legislativos de sus estados que en breve serán dominados por Morena. Aunque el grupo oligárquico que aún controla el país recibió el primero de julio un golpe severísimo y decisivo, y por más que sus patentes electorales resultaron casi desmanteladas por la contundencia de la derrota electoral, la confrontación continúa.
Entramados de bots siguen operando en las redes sociales incluso con más beligerancia que durante la campaña, alimentadas ahora por youtuberos bastos y por comentócratas de blasones académicos que se igualan en la agilidad para acuñar fórmulas insidiosas, y ante el estado de desorientación y colapso en que se encuentran los partidos del régimen cabe suponer que todo eso viene directamente de los poderes económicos que no ven con agrado la determinación lopezobradorista de separar el poder político del poder económico. Y ante la menor réplica a su renovada guerra de lodo, invocan la intolerancia ante la crítica
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De acuerdo con los indicios disponibles, los exhortos a la reconciliación formulados por el presidente electo y su equipo de gobierno han encontrado oídos sordos en el núcleo duro del régimen oligárquico, el cual parece dispuesto a sostener una lucha de desgaste a largo plazo para disputarles el respaldo social, intoxicar a la opinión pública y erosionar la autoridad moral de las nuevas autoridades incluso antes de que éstas se constituyan como tales. Hasta ahora, esa suerte de sedición por anticipado no ha logrado hacer mella en el ánimo de los 30 millones de sublevados que el pasado primero de julio decidieron un cambio de rumbo en el país, que permanecen al lado de su presidente electo y que se sintieron representados en cada palabra del discurso pronunciado por éste en el castillo fortificado del Tribunal Electoral.
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