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Payán y los años felices
¿S

e puede saber cuándo alguien es un poeta, aunque no haya leído ningún poema suyo? ¿Por qué lo sentimos en la piel, en el aire, en los ritmos de la rutina cotidiana, aun cuando estos ocurren en un lugar lejano y ajeno a esa forma tan etérea de la creación literaria?

No lo sabría decir. Lo que sí sé es que desde el primer momento en el que vi a Payán, en esos distantes y luminosos años 70, intuí –sin razonarlo– que ese señor tan diferente al que fui ver para pedirle trabajo en unas oficinas muy formales para incorporarme a un periódico que todavía no existía, era algo así: personaje único, fuera de la norma.

Periodista ágrafo, le llamó alguien desde su amargura y su resentimiento, con la pretensión de ofenderlo. Pero lo que logró fue definir al creador que, sin decirlo, logró grandes obras del periodismo contemporáneo en México, un periódico muy de vanguardia que se extinguió, el unomásuno, y otro, su hermano gemelo, que sigue caminando y sudando tinta todos los días sin falta, contra viento y marea, La Jornada.

Ágrafo y prolífico, ¿es eso posible? Los periodistas que nos formamos bajo su guía y su mirada siempre supimos que detrás de esos ojos de Emiliano Zapata, de ese bigote que llora –tal era el apodo que le asestamos con total irreverencia los jóvenes jornaleros de entonces– circulaba un torrente inagotable de palabras, ideas y evocaciones que tomaban vida de maneras insospechadas.

Por ejemplo, el Bajo la rueda –ese disparo que era a la vez editorial y haikú en el unomásuno– o una Rayuela, como se le rebautizó en La Jornada. Otro ejemplo fue la creación de obras maestras que no llevaban su firma sino la firma de todos, el colectivo, y que recogían lo mejor –notas, fotografías, cartones, entrevistas, editoriales, artículos y crónicas– de momentos memorables de nuestros tiempos. Me viene a la mente ese fantástico tomo, La Batalla por Nicaragua (ahora que volvemos a tener en la mente y en el corazón la nueva lucha de ese entrañable paisito), que recoge la saga de los sandinistas por derrocar a la tiranía de los Somoza. Éramos medio pobretones en esos tiempos y el libro, ediciones Cuadernos del unomásuno, se hizo en papel revolución. Los ejemplares sobrevivientes de ese tesoro hoy tienen el color del oro y la fragilidad de las hojas en otoño. Es decir, se deshojan.

Y cito también El levantamiento, recopilación periodística de la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en los albores de 1994. En ese diarismo que fue redactar con urgencia la historia en curso, hoy día, a 18 años de distancia, los jóvenes encuentran las claves de su propio tiempo.

¿Ágrafo Payán? Puede ser, como lo fue Juan Rulfo, quien murió 31 años después de dar a luz Pedro Páramo. Como Dashiell Hammett, que supo guardar ese mismo silencio después del Halcón maltés hasta su muerte, transcurridos otros 26 años.

En Post scriptum, un triste Federico Campbell analiza ese silencio lleno de creatividad, ese no decir, en el que, sin que se note, se sigue escribiendo. Escribía diario, con la palabra y la inteligencia, en las juntas de edición. Cada día, a las cinco de la tarde, se llevaba a cabo el cónclave con los mandos medios del periódico poniendo sobre la mesa la pesca y la caza del día. Las juntas eran en su oficina, decorada con sandías de madera, bajo la mirada del Zapata de Gironella, y los caramelitos con una pasa en su interior a la mano.

Escribía sin tocar las teclas, cuando orientaba el sentido de los editoriales, al corregir y afinar el pulso de las notas que se le presentaban, al examinar con su inseparable lupa las fotografías de los fotorreporteros que a esas horas ya esperaban las instrucciones finales, con los químicos del revelado listo, en el cuarto oscuro. Creaba discursos trasgresores cuando aprobaba con un guiño los cartones de los moneros que todos los días rompían los moldes de la crítica y el humor.

Con Payán frente al periódico se diluían los protagonismos, las grandes firmas convivían con quienes daban los primeros pasos en las lides reporteriles, casi nadie usaba corbata o tacones y en el ánimo de todos se instalaba el espíritu de la comunidad, lo colectivo. Payán no se cansaba de decirlo. Ese es, para mi, uno de sus grandes legados.

Con Payán a la batuta, los proscritos de los años más feroces del autoritarismo ocuparon un lugar en la mesa, es decir, en nuestras páginas: los comunistas, maoístas, trotskistas. Los teólogos de la liberación y las feministas, los homosexuales y los defensores de derechos humanos, que en aquellos primeros años ni siquiera tenían nombre. Con Payán espiando sobre el hombro del corrector de estilo no se censuraban las palabras: si ameritaba escribir hijo de la chingada, así se publicaba.

Con este hombre sentado en la gran mesa de pino en la dirección general, la fotografía periodística inició un ciclo donde la imagen –y vaya que Payán se entiende con las imágenes– tomó el centro de la edición diaria con derecho propio, con nuevas miradas, encuadres originales. Los moneros se explayaron, crecieron, alborotaron, hicieron de las suyas. Y los reporteros de entonces volamos con una libertad que no había en ningún otro medio. En esa vorágine, la poesía siempre estuvo presente, sin que lo supiéramos.

La dirección, iluminada con esas grandes lámparas esféricas de papel de china, no cerraba nunca la puerta, resguardada por la hermosa Socorrito de siempre. Los trabajadores entraban para reclamar salarios y prestaciones, las parejas para pedir consejos matrimoniales, los reporteros para proponer nuevas aventuras. Y no era raro que Payán citara, sin venir a cuento, a César Vallejo, a Lope de Vega o a Octavio Paz.

Muchos no lo supimos entonces, pero en ese tiempo Payán sufrió tres atentados contra su vida, riesgos del ejercicio periodístico que hoy se han tornado insoportables. ¿Quién iba a imaginarlo, si al director siempre lo veíamos sereno, cálido y, sobre todo, enamorado? Eternamente enamorado: de Cristina, de todas las mujeres hermosas, las más hermosas, que se le cruzaban –no tan sin querer– en su camino. Enamorado de su ciudad, esta ciudad y sus rincones, por donde a veces lo acompañamos. Enamorado de la buena mesa.

Hace no mucho, en La Jornada develamos una placa para nombrar a nuestra sala de redacción Miroslava Breach y Javier Valdés, corresponsales en Chihuahua y Sinaloa, respectivamente, asesinados el año pasado. Fue un día muy importante, porque en esos nombres de bronce de nuestros entrañables compañeros norteños presidiendo desde ese día nuestra sala de redacción, refrendamos todos, como comunidad, la permanencia entre nosotros de esos dos grandes del periodismo como fuente de inspiración y ejemplo en nuestro trabajo diario.

Payán apareció de sorpresa (para muchos) para presidir la ceremonia, junto con nuestra directora general Carmen Lira. Teníamos muchos años de no verlo por la redacción. Su presencia acentuó la intensidad de nuestras emociones. Él mismo estaba tan emocionado que tuvo un lapsus maravilloso. Dijo: Ahora que piso nuevamente las paredes de mi periódico me doy cuenta que aquí pasé los años más felices de mi vida. Elocuente confusión que nos envolvía a todos en ese momento determinante, intenso, entre el duelo y la imposible rendición.

Hoy nos han invitado a evocar esos años felices, duros pero felices, y cada uno atesorará su propio recuerdo.

Carlos Payán hace ahora poesía del otoño, de las hojas doradas que cubren el suelo de la montaña, del humus alimenticio de la tierra. Es el sonido del viento de la vida, en este, el tercer y último acto del ciclo humano, que recoge de los años felices toda la sabiduría para mostrar la dulce melancolía a los muchachos y las muchachas que ahora han a leer al poeta, al sabio.

Cuando cayó el Muro de Berlín, cuando se cerró a finales de los años 80 el siglo corto que nos tocó vivir, Payán decía: Yo soy comunista. Otra lección de vida: su congruencia y su autenticidad.