una semana de la elección más difícil que hayamos tenido en México, un grupo de simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador colgó una manta frente al Instituto Nacional Electoral, que exige a Lorenzo Córdova que reconozca la voluntad popular, y remata con las cuatro iniciales AMLO. Bien harían los lopezobradoristas en explicar a sus huestes que Córdova organiza el proceso electoral, pero que la instancia responsable de determinar el resultado final es el Tribunal Federal Electoral; es decir, los mismos magistrados que permitieron la participación de El Bronco en la campaña presidencial. Una vergüenza de la que no nos vamos a recuperar en mucho tiempo.
El texto de la susodicha manta se apoya en dos presupuestos: que su candidato ya ganó, y que la institución clave de nuestro sistema electoral es un obstáculo para que esa victoria se materialice en la declaratoria de la mayoría triunfadora. Ambos revelan la incomprensión del régimen electoral. A nadie extrañe que los mecanismos del proceso electoral sean un misterio para la mayoría de nosotros. La legislación es un amasijo de complejidades impenetrable, que más que facilitar un proceso masivo, parece diseñado con la mala intención de que no se aplique o de que sea un terreno sembrado de minas para la autoridad responsable de aplicarla. Esa legislación fue diseñada por los partidos políticos, por consiguiente, tienen la obligación de explicarla; pero no lo hacen ni lo harán porque más que partidos son obuses dirigidos contra el Estado mexicano.
Las repetidas disputas que en los años recientes ha provocado la delimitación de competencias entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, ilustra esta tensión que ha minado la autoridad del Estado. Así ha ocurrido porque el Estado es visto por la gran mayoría de los políticos y funcionarios como un adversario a vencer. En ese sentido, los neoliberales mexicanos pueden sentirse satisfechos, su victoria es aplastante, el antiestatismo es el paradigma político en México. Las políticas de los últimos gobiernos priístas así lo confirman, y la determinación de Morena de promover a su líder por encima de las instancias estatales corrobora que el antiestatismo se ha extendido mucho más allá de las tradicionales corrientes de la derecha mexicana.
Parecería que los ataques y rumores de que ha sido víctima el Instituto Nacional Electoral son efecto de una campaña bien orquestada, más que reacciones espontáneas, pues no son otra cosa que un asalto a la legitimidad y continuidad del Estado mexicano, la única instancia que nos representa a todos, la única referencia válida para mantener una articulación social mínima que sostiene los lazos en que se apoya lo que de comunidad nos queda en estos tiempos en que tan confrontados y divididos estamos.
Sin embargo, las identidades partidistas, o más bien los intereses particulares que visten los colores de Morena, el PRI, el PAN y el PRD se han dedicado de manera sistemática a socavar al Estado. Deberían de aceptar, o por lo menos de saber, que ninguno de ellos nos representa a todos, y que sin Estado no hay democracia, de la misma manera que un liderazgo político maltrecho y agotado, tampoco sustituye al Estado por muchos seguidores que reúna.
Los partidos políticos deberían aceptar que son corresponsables del éxito del proceso electoral, como lo somos todos, así como somos responsables de cuidar y fortalecer al Estado mexicano.