La calma
de fin de campañas // Arroz Tabasco parece cocido // Meade o Anaya, ¿declinar? // Riesgo procesal y contable
odo pareciera estar decidido en cuanto al principal cargo en contienda. Nada sustancial ha cambiado respecto de las intenciones de voto, según la gran mayoría de las encuestas disponibles. Andrés Manuel López Obrador sigue en campaña, como si él fuera el rezagado. Sus declaraciones tienen la máxima difusión y continúa fijando la agenda política. José Antonio Meade y Ricardo Anaya cumplen el ritual en segundo plano, sin generar expectativas razonables de que su suerte vaya a cambiar.
Difícilmente alguien habría supuesto que a estas alturas fuera visible, en lo general, un escenario electoral tan tranquilo en cuanto a la pelea por la Presidencia de la República (no hay tal sosiego en otros campos de batalla: nunca se habían producido tantas muertes y agresiones contra aspirantes a cargos públicos). Cierto es que la compra del voto es fuerte y descarada y que la violencia está disponible como recurso de última hora, pero en el plano amplio pareciera haberse estabilizado la convicción o la aceptación de que el triunfo de López Obrador es inevitable, que este arroz presidencial ya se coció.
Sin embargo, López Obrador dijo ayer en Querétaro que le ha llegado información de que Carlos Salinas de Gortari y Diego Fernández de Cevallos (sus villanos favoritos, aunque ayer a ambos les ofreció su mano franca y la promesa de que no habrá venganzas) aún insisten en promover una candidatura única contra el abanderado de Morena. Es probable que ni así lograra el candidato superviviente alcanzar al tabasqueño. Podría resultar incluso contraproducente, a causa de las burlas de quienes vieran esa declinación (de Anaya hacia Meade o al revés) como un hecho desesperado y vergonzoso, además de insuficiente.
Un acuerdo político de declinación ya no tendría efectos jurídicos. Es decir, no se sumarían los votos de uno en favor del otro. Sería, en dado caso, una declinación de facto, con manejo propagandístico y mediático. Pero sí podría generar (en caso de darse ese acuerdo) confusión y eventual desaseo en el proceso de votación, el llenado de actas y su manejo y el suministro oficial de los primeros resultados, los que impactan en la percepción colectiva.
La confusión y el desaseo pueden ser ingredientes de mucha importancia si los presuntos derrotados del domingo (ya sea que vayan por separado o se hubiera producido la unificación de la que habló AMLO) optan por un fraude electoral mayúsculo o, incluso, buscan que los comicios sean anulados. Hay suficientes indicios de un fraude electoral en curso, con filas de ciudadanos recibiendo dinero en efectivo del Partido Revolucionario Institucional y con el aparato asistencial gubernamental dedicado al reparto condicionado de beneficios a grupos sociales susceptibles de manipulación electoral.
A eso hay que agregar los problemas que tiene el Instituto Nacional Electoral (INE), aunque sus directivos se esmeren, como sucede en el ámbito político, en presentar una visión positiva. Hay regiones enteras donde el crimen organizado ejerce un control aplastante (no como un ente de mando y políticas únicas; hay muchos bandos y divisiones, pero siempre tienen, todos, relación con funcionarios públicos y políticos), que pone o quita candidatos a su gusto, financia las campañas que le satisfacen y acepta o rechaza el cumplimiento de las tareas de organización electoral.
Además, el INE ha tenido que habilitar atajos para cumplir a tiempo con el conteo rápido de votos y, en esas prisas, se correrá el riesgo de errores impugnables judicialmente. Ayer se informó que el programa de resultados preliminares se tardará más de lo previsto, lo cual podría ensanchar el rango de sospechas sobre los desenlaces de la jornada electoral. Y el número de boletas a manejar y los criterios para el llenado de actas podrían causar tropiezos y errores. Así que hay razones para preguntarse si la calma
actual de las campañas puede trocarse en tempestad procesal y numérica después del cierre de las votaciones.
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