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Mujeres y campesinos
¿El derecho a trabajar? ¿Qué, no era el derecho a estar orgulloso de lo que uno hace? ¿El trabajo afectivo se expande gracias a la tecnología informática que lo hace inmaterial o tiene su origen en los quehaceres materiales de las mujeres y los hombres de la tierra? Para responder a la pregunta tendré que dar un rodeo. Desde fines del siglo XX, ciertas transformaciones sociales van resultando cada vez más evidentes, y para algunos claramente dominantes. Por una parte, las nuevas tecnologías en las áreas de cómputo, comunicaciones y robótica desproletarizan una parte significativa de la actividad económica, pues labores como programación, informática, diseño, publicidad… pueden desempeñarse en casa y con una PC. En la llamada “sociedad del conocimiento”, sustentada más en el trabajo “inmaterial” que en el material, el centro se traslada de la fábrica al hogar, del control centralizado a la autogestión, de la producción de objetos a la producción de ideas, algoritmos, datos… Por otra parte, una porción creciente de los servicios domésticos se mercantiliza, lo que incluye su parte afectiva. Esto significa que actividades antes asociadas al cuidado y con un fuerte contenido emocional como la alimentación; la atención a niños, ancianos y enfermos; la sexualidad…, son cada vez más desempeñadas por prestadores profesionales de servicios que, para competir, han de ponerle “calidez” a lo que venden. Y de esta manera el centro de los afectos se traslada del hogar a los restoranes, las escuelas, los hospitales, los servicios de acompañamiento… Realidad o tendencia forzadamente extrapolada, el hecho es que en el mundo desarrollado y urbano, las atribuciones que fueron exclusivas de lo doméstico se van extendiendo y desdibujando. Lo hogareño ya no es lo que antes era, ni está sólo donde antes estaba. Cuando el marido trabaja en casa tecleando en la PC y conectando la impresora, su desempeño se distingue poco del de la esposa que activa el microondas y programa la lavadora. Cuando las meseras del Samborns despliegan comportamientos abiertamente maternales, no podemos menos que ver a nuestras propias madres como afectuosas meseras. Para algunos esto significa que en las “sociedades del conocimiento”, donde predomina el “trabajo inmaterial”, lo “productivo” y lo “reproductivo” ya se fusionaron y emanciparon, lo que anuncia el fin del capitalismo explotador, fabril y centralizado… ¿De veras? Yo tengo una lectura diferente. La expansión del trabajo digital por cuenta propia y la creciente mercantilización de los cuidados son fenómenos que ciertamente invaden lo que antes era netamente hogareño, pero no lo diluyen, ni menos lo liberan.
Al contrario, en una segunda vuelta de tuerca, estas tendencias llaman la atención sobre la existencia de la enorme masa de trabajo socialmente necesario pero no asalariado que siempre estuvo ahí pero no se veía. Un descomunal entrevero de labores disímbolas, cuyo aporte a la acumulación de capital ha sido, es y será decisivo, pero al que se había invisibilizado, ocultado, tras el estentóreo protagonismo del trabajo fabril y asalariado. Oceánico quehacer productivo y a la vez reproductivo, material pero también inmaterial, que siempre fue afectivo y que por fortuna lo sigue siendo. Si el que ahora los cuentapropistas digitales trabajen donde viven, como desde siempre han trabajado los labriegos, y el que las meseras, enfermeras y acompañantes desempeñen funciones que siempre han desempeñado madres y esposas sirve para que nos demos cuenta de que los campesinos y las amas de casa existen y de que su labor es parte sustantiva de la economía, bienvenidas sean las innovadoras teorías sobre el “trabajo afectivo” y la “sociedad del conocimiento”. Hablemos pues de las mujeres, de los campesinos y de sus quehaceres. De unas labores que son productivas precisamente porque son reproductivas, de unos trabajos que gracias a que no son asalariados hacen posible la acumulación de capital, de una presuntamente marginal economía del cuidado sin la cual no existiría la dominante pero desafanada economía del mercado. Un quehacer que es afectivo porque la reproducción social de la naturaleza y de los seres humanos no es posible sin afecto. Y es que el término “afecto” remite al contenido subjetivo y relacional de todo lo que hacemos, a la dimensión emotiva y apasionada del esfuerzo creador; hacemos las cosas que cuentan con amor, no por añadidura, sino porque solo con amor pueden hacerse. Hay quienes piensan que el trabajo inmaterial es emocional, precisamente porque es inmaterial. Creen que, a diferencia del trabajo físico, que según ellos es siempre embrutecedor, el etéreo trajín con datos, algoritmos y conocimientos favorece las relaciones intersubjetivas y los buenos sentimientos. Aspiran a un mundo donde las máquinas hagan el trabajo pesado y las personas puedan dedicarse a chatear, pasear al perro y escribir poesía. Es la suya una utopía de apoltronados, de aquellos que viven del trabajo físico de los demás pero lo desprecian. La idea de que primero hay que satisfacer las necesidades materiales y solo después vendrán las espirituales, es no sólo equivocada sino también ofensiva, porque supone que los ahítos son más espirituales que los carentes. Cuando es al revés: a los ricos los obsesiona lo material acumulable, mientras que los pobres lo sacrifican todo menos la fiesta y el rito. Detrás de la obsesión por arribar a una “sociedad del conocimiento” donde las máquinas hagan el trabajo sucio, de modo que todas las labores humanas sean inmateriales y por tanto afectivas, está la confusión entre necesidades y deseos. Confusión grave porque tener deseos, y no sólo necesidades como las de otros bichos, es precisamente lo que nos hace humanos. Y es que a las circulares y repetitivas necesidades, que no bien se satisfacen reaparecen, place la engañosa abundancia; mientras que los deseos, que se alimentan de sí mismos y son siempre nuevos, florecen tanto en la abundancia como en la escasez.
El sistema nos engancha a la satisfacción de necesidades pero inhibe nuestros deseos. De modo que soñar en un mundo de abundancia es seguir enganchados al sistema. Las necesidades son posesivas, los deseos son generosos y nacen aun en la pobreza y la opresión. Mi utopía es un mundo de abundancia o escasez (que son siempre relativas) pero donde puedan florecer libremente los deseos, un mundo deseante como el de las mujeres, los campesinos y los demás, cuando podemos darnos un tiempito para desear. Las mujeres y los campesinos nos enseñan que la labor más deseante e impregnada de sentimientos es la que produce cosas espirituales pero también materiales; que el cuidado se expresa en afecto pero igualmente en bienes y servicios; que sembrar una milpa, hacer un guisado o construir una casa quizá cansa pero enorgullece; que de labores compartidas o productos intercambiados está hecha la buena socialidad. Claro está que es conveniente facilitar las cosas con recursos tecnológicos que ahorren esfuerzo. Pero siempre y cuando no nos quiten la satisfacción de un trabajo bien hecho y socialmente reconocido. Trabajar cansa, sin duda, pero el cansancio satisfecho es placentero. Y empleo a veces el término labor y en otras digo trabajo, porque para la vida nuestros trajines son quehaceres, pero desde la perspectiva económica del capital, que gracias a ellos lucra, debieran ser reconocidos como trabajo. Que el trabajo material y cansador puede ser a la vez el trabajo más afectivo, lo dramatiza, no la agricultura campesina o las labores domésticas -siempre virtuosas pero muy padroteadas por “el sistema”- sino su evidente matriz: la gestación, parto y crianza. Una intransferible labor del cuerpo y del alma de la que no todos participamos igual pero de la que todos venimos. Trance físico y espiritual del que derivan los demás cuidados y afectos, y del que son extensión y metáfora tanto la agricultura como la atención del hogar: los quehaceres por excelencia de los que nacieron todos los demás. El que con la modernidad urbano fabril el quehacer vuelto trabajo económico se haya pervertido, es otro problema (que se origina en el dichoso “sistema”), pero el paradigma virtuoso ahí está para quien quiera verlo.
DEDICAMOS ESTE NÚMERO AL ARTISTA MUXE LUKAS AVENDAÑO Y A SU HERMANO, BRUNO ALONSO AVENDAÑO, DESAPARECIDO EL PASADO 10 DE MAYO.
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