E
n esta época, en la que ocurre precisamente lo que uno no podía imaginarse y ha de ocurrir lo que uno ya no puede imaginarse y, si se pudiera hacerlo, no ocurriría; en esta época seria que se ha muerto de risa ante la posibilidad de que la cosa vaya en serio; que sorprendida por su aspecto trágico, anhela diversión y, encontrándose a sí misma con las manos en la masa, busca palabras, en esta época ruidosa, que retumba con la escalofriante sinfonía de hechos que provocan noticias y de noticias que tienen la culpa de los hechos: en una época así, de mí no esperen una sola palabra propia. Ninguna salvo ésta que aún protege al silencio del malentendido. Así de profundo es el respeto que guardo por la irrevocabilidad del lenguaje, por la subordinación del lenguaje a la desgracia.
Este largo párrafo fue publicado en un artículo de Karl Kraus en Die Fackel, el 5 de diciembre de 1914 a escasos cuatro meses de que estallara en Europa la Primera Guerra Mundial. Al releerlo no puedo más que advertir que, con todas las obvias diferencias del caso, lo que ahí dice se asemeja al conflicto social que se gesta y agrava en torno a las campañas políticas para las elecciones presidenciales y del Congreso de julio próximo.
Habrá, sin duda, muchos que piensen que esta es una postura exagerada. Pero el roce propio de la política, lo que entraña parte de su esencia y que se enmarca en el conflicto entre los contrincantes que se ven íntimamente como enemigos está, a la vista de todos, a punto de desbordarse.
Todos sabemos lo que se ha dicho, quién lo dijo, cómo y en qué contexto pasa todo esto. Se repite con aceptación o rechazo, prácticamente sin puntos medios, entre la gente en las casas, en la calle y en el trabajo; entre los mismos candidatos; con los más grandes empresarios convertidos en grupo de presión; con la prensa de todo tipo atizando el fuego y que se aproxima, no pocas veces, al placer del pirómano.
Nadie debería sorprenderse del ambiente político que impera hoy en el país y, menos aun, del que prevalece dos meses antes de la elección. La situación no es producto del azar, no se ha creado por generación espontánea. Los hechos –antiguos y nuevos–, las condiciones, los pleitos y los argumentos se conocen de sobra y no voy a enlistarlos.
Lo que pasa tampoco es producto de la mera terquedad o persistencia o resistencia, como quiera verse, de Andrés Manuel López Obrador, que por tercera vez consecutiva compite por la Presidencia.
En nada contribuye la incesante repetición de que el candidato constituye un peligro para México. Cuando menos así lo indican las encuestas sobre las preferencias de los electores. Pero, del mismo modo, desde la otra parte no ayudan las declaraciones altisonantes que tensan y exacerban el ambiente político electoral. La política del espectáculo tiene límites y estos no suelen ser inocuos, al contrario.
La palabras, todas, tiene un peso, más aun en este momento político y eso no debe perderse de vista. Ambos extremos sólo provocan animadversión y distanciamiento, infunden miedo, que es un caldo de cultivo perfecto para la provocación. Ambas posturas extienden la incertidumbre más allá de lo que propiamente representa un cambio de gobierno en las condiciones actuales.
Poco se puede ganar así en una sociedad tan fragmentada y con condiciones de vida precarias para mucha gente y en medio de una inseguridad explosiva.
El hecho mismo de esta tercera vez es ya indicativo de lo que pasa en el país, negarlo sería mucho más que un inaceptable intento de escape. En el campo político, una muestra clara de esto es la débil condición del PRI luego de su regreso al poder en 2012 y el pleno enfrentamiento electoral que está en curso.
Por delante tenemos un par de meses que, al parecer, serán muy largos. Habría que atemperar los ánimos, evitar las confrontaciones, las posturas maximalistas y, también, prevenir los accidentes. No se miran condiciones para la templanza de las partes en contienda ni de sus legiones.