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Corazonando el poder colectivo
Mariana Mora Si Marichuy, vocera del Concejo Indígena de Gobierno, expande el imaginario social a lo que podría ser un gobierno en poder colectivo, las miles de mujeres zapatistas responsables de realizar el Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan nos recuerdan que ese horizonte no solo es posible, sino ya parte de un paisaje político que lleva casi un cuarto de siglo andando. Los preparativos, fruto de meses y meses de trabajo, involucran a todas y a todos de los cinco Caracoles. Estudiantes de las escuelas zapatistas del Caracol IV pintaron bajo la supervisión de un artista de las bases de apoyo las canchas de básquet para que cada detalle anunciara el Encuentro de Mujeres del Mundo. Ya iniciando el evento, integrantes de los consejos autónomos preparan el frijol afuera del recinto, pasan la noche entera recortando etiquetas para guardar las maletas de las invitadas, hacen un sinnúmero de viajes en sus camionetas para resolver cualquier asunto logístico. Los hombres en la retaguardia. Detrás de la valla con el letrero amarillo que en mayúsculas dice: Prohibido entrada de hombres. Las encargadas de los aspectos técnicos del sonido, las “choferas”, las “árbitras” del partido de básquet, las que organizan, resuelven y deciden todo, son ellas. Así se sacude la división del trabajo, así se asienta la dignidad, así el ser/hacer gobierno zapatista. Ser anfitrionas de un evento que atrae la participación tanto de mujeres de pueblos aledaños como de tierras tan remotas como Palestina y Kurdistán afirma su capacidad de seguir siendo un eco. En su crónica recién publicada, una joven describe la emoción de estar en presencia de las que para ella son una leyenda en vida. Otras acuden por casualidad, por la invitación que rebota de manera masiva en redes sociales, como es el caso de una mujer de Ucrania, otra de Turquía, una chilena que se entera que en la ruta de su viaje continental en bicicleta iba a haber un evento de mujeres, decide hacer la parada. El resultado es un encuentro ampliado en potencia, planeado, sin ser predecible, que atraviesa todo registro. Un encuentro que si bien se sustenta en compartir la palabra, trasciende la voz, toca tierra en el cuerpo, en el alivio temporal de dolores que trastocan generaciones. Una afirmación de lo político desde un sentir-pensar-ser, desde el otán, el corazón.
A lo largo del primer día, mujeres tseltales, tsotsiles, ch´oles y tojolabales comparten décadas de lucha contra la explotación en manos del patrón que a su vez es gobierno, el ajvalil en tseltal, quien une su dominación con la de sus esposos, hasta convertirse en el “patrón- marido”. Uno de los murales exige, “¡Muera para siempre la triple explotación de la mujer!”. Palabras que navegan por el aire, desde el templete, por los rincones donde las invitadas escuchamos, algunas sentadas en el sol de medio día, otras entre las sombras de los edificios, todas sobre tierras que antes de 1994 pertenecían a la finca Buenavista. Maribel del Caracol de Roberto Barrios relaciona ese pasado con el proyecto de muerte que actualmente azota el país, “Se están repitiendo los tiempos de las fincas, los tiempos del sufrimiento, ahora con tantas desaparecidas, asesinadas, un sin fin de injusticias”, todo por culpa del “capataz gobierno”. Moira Millán, luchadora mapuche, describe las batallas contra artistas de cine y empresarios famosos que los despojan de su territorio. Pero la lucha no es solo contra ellos, reconoce que de lo que poco se habla en el Encuentro es el racismo, “la racialidad de nuestro cuerpos, que algunos cuerpos y vidas de mujer son más preciados que otros”. Un encuentro desde las diferencias incluye hablar de los privilegios que tenemos algunas mujeres, privilegios que si no se explicitan y se transforman, terminan silenciando a otras. Es lo que planteamos como Red de Feminismos Descoloniales en nuestra plática “Corazonando el feminismo, alianzas anti–racistas entre mujeres”. Desata un debate intenso que incluye compartir reflexiones agudas sobre lo que en el mismo encuentro se reproduce. ¿En lugar de que algunas mujeres aceptaran que las anfitrionas zapatistas les cargaran las maletas y que a todas nos sirvieran la comida, qué roles preasignados hubiéramos roto si nos hubiéramos sumado a los turnos de limpieza de las letrinas y rotado la preparación de los alimentos? Es la invitación que ofrece una mujer, mientras otra recuerda las palabras de bienvenida de la capitana Erika, “Yo fui sirvienta. No solo recibí maltrato por parte de los hombres”. Preguntas constructivas, urgentes si lo que nos proponemos es alimentar un proyecto de vida en colectivo.
Otras pláticas surgen desde el impulso por romper el aislamiento que el dolor provoca. Acercan unas sillas para conversar la mamá de Lesvy, estudiante víctima de feminicidio en la UNAM, con la madre de Carlos Sinuhé CuevasMejía, estudiante asesinado en el mismo campus. Pasan los minutos, se suman otras mujeres con hijas e hijos desaparecidos o asesinados de otros estados de la república. Las anfitrionas zapatistas las incentivan con la mirada. Comparten su desesperación por la impunidad, sus tristezas convertidas en enfermedad, sus duelos que no cesan, las angustias que aumentan con el paso del tiempo. Aquí no hay que convencer ni justificar nada ante nadie. Después de esa conversación, doña Hilda, madre de uno de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa comparte que el encuentro fue importante para ella por muchas razones, incluyendo que “Aquí me siento segura. Sé que ellas me están cuidando. Aquí no me va a pasar nada”. Segura para hablar, para sentir, para compartir, para llorar, para dormir un poco, ya que, en estos tres años y medio desde la noche de Iguala, el sueño, además de encontrar a su hijo, es lo que menos ha conseguido. El último día inicia con una ceremonia que Lorena Cabnal y otras mujeres mayas de Guatemala ofrecen para evocar a las ausentes. Comandante Ramona. ¡Presente! Berta Cáceres. ¡Presente! El humo del copal, las velas y rezos une el encuentro con el universo, el mundo de las muertas con las vivas. Desde otro registro, mujeres afro colombianas del Pacífico repiten cantos que las mujeres esclavas usaban para resistir la muerte. En el documental “Las cantadoras”, proyectado en uno de los comedores, una de ellas compone versos sobre el tinaco de su casa que se quedó sin agua. Le canta un homenaje al tinaco en medio de un entorno arrasado por décadas de guerra, por los proyecto de palma africana que destruyen la tierra, por los ríos que se contaminan con tanto químico que abre la tierra hasta exponer el oro de las minas. Eleva los detalles más cotidianos a un plano casi sagrado, el resplandor de la vida contra los proyectos de muerte. Si el canto es vida, el tambor, su corazón. La noche cierra con la batucada liderada por Ochy Curiel, la tradición africana del tambor se suma a una cultura recién apropiada por jóvenes tsotsiles de los altos de Chiapas, la guitarra eléctrica, el encuentro convertido en danza, en la alegría que sostiene futuras posibilidades del poder colectivo en femenino.
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