n la publicitada entrevista que seis periodistas hicieron a Andrés López Obrador (AMLO) destacó la pregunta de Silva-Herzog Márquez sobre si éste tenía alguna duda sobre la consistencia de sus ideas, principios o decisiones. La formulación así hecha no surgió de improviso. Es una interrogante que navega desde tiempos inmemoriales en esta y pasadas campañas. Se relaciona con la creencia, bastante extendida, (lugar común) de que AMLO tiene visos mesiánicos con matices religioso-conservadores. Descontando esto que puede catalogarse como preconcepción, sin otras bases que la repetición constante de tal ocurrencia, habrá, sin embargo, que profundizar en ello. La respuesta del entrevistado fue tajante al afirmar que no tiene dudas al respecto. Al articulista le pareció, de botepronto, como una pulsión de infalibilidad del candidato puntero en esta contienda. A la observación hecha AMLO agregó que en su actuar político-organizativo comete errores con cierta regularidad, pero los va corrigiendo sobre la marcha.
A otro entrevistador, H. Aguilar Camín, el mismo pasaje le dio motivo para ir más a fondo sobre lo dicho por López Obrador. Encuentra una dicotomía entre la seguridad a ultranza de un iluminado y el político que duda, retrocede o enmienda su proceder, pensar o decir. Concluye que prefiere a este último tipo de personaje sobre el que no tiene duda alguna de la solidez y veracidad de su pensamiento. Y, puesto de esa manera, se tendría que estar de acuerdo con él. Pero cabe otra interpretación un tanto más sencilla. Una que distinga entre pensamiento y acción en un continuo batallar entre las vicisitudes de la actividad pública. Para decidir entre opciones y tener congruencia con los valores o principios propios no se puede, ni conviene, abrigar dudas. Si se titubea sobreviene la parálisis que a tantos más cuantos políticos afecta. Se tiene que ir a la acción armado con un tipo de clara conciencia de la solidez y confianza en las ideas propias, formas de actuar o propósitos a lograr. Una vez situados en la realidad del quehacer diario vienen los indispensables, los obligados ajustes, las complementariedades y perfeccionamientos que siempre, inevitablemente surgen. Muchas veces, además, se tiene que rectificar, hasta con coraje, en los variados sentidos, tonos y contenidos que acompañan la práctica política.
Tal parece la ruta y el modo de ser de AMLO: un personaje que tiene arraigadas ideas con sus respectivos valores y principios atados a ellas, pero que, al llevarlas a cabo, pueden surgir imponderables, imprevistos que fuerzan el cambio de ruta y hay necesidad de rectificar o repensar la original marcha pero, eso sí, apegado siempre a la búsqueda del bienestar popular y no sólo a los votos por conquistar. Es por eso que, entre otros merecimientos, millones de ciudadanos le tienen confianza y han decidido votarlo para que llegue a la Presidencia.
Pero en la lucha de una campaña electoral la crítica no siempre corre por los canales debidos y de buena intención. Todavía más, se desvía de esa tendencia con una regularidad asombrosa y hasta coordinada por los intereses en pugna y juego. La hegemonía mediática que se agrega al modelo vigente lo hace conductor de verdades casi reveladas: mercados libres, apertura indiscriminada, merecimientos desorbitados de las élites y el capital, etcétera. De esta natural manera, las famosas reformas estructurales se dan por sentadas en cuanto a su validez, obligada continuidad de métodos y resultados actuales y venideros. Contrariarlas en cuanto a sus costos, utilidad, justicia o limpieza, es exponerse a ser convertido en reo de expulsión fulminante. Bien puede, con toda precisión y deber, afirmarse que, hasta este día, todas esas reformas tan propaladas y defendidas en la crítica pública muestran innumerables puntos de fuga, si no es que errores de cálculo, usos y operación. Más: tienen que cuestionarse porque su conveniencia y continuidad han caído en franca duda. Hay sobrados motivos que obligan a revisarlas exhaustivamente. Tanto la llamada laboral como la educativa llevan consigo contradicciones, deformaciones y resultados malignos, en especial si se les enfoca por sus efectos sociales. Pero han sido caballo de batalla en los afanes de mostrar a un AMLO contradictorio, regresivo, sin bases efectivas de análisis y con endebles contrapropuestas. Como renglón adicional de crítica unificada se toca otra reforma, la energética y de complemento, el gran proyecto del sexenio, el nuevo aeropuerto propuesto por esta administración. Aquí, en este sensible asunto de finanzas masivas y jugosísimos contratos, la artillería difusiva es concentrada y de peso completo. Los intereses que apoyan y se benefician de los proyectos en apresurado curso de contratación no admiten, juzgan desde lo alto, revisión alguna. Intentar su abierta e informada discusión afecta fuerzas acostumbradas al mando terminal: la imagen de México está en riesgo, concluyen. En un, sin duda, coordinado intento adicional de ataque, han lanzado al ruedo electoral al ingeniero Carlos Slim. Sus correligionarios lo ven como factible unificador del espectro empresarial, la piedra final de toque para evitar la contrapropuesta de López Obrador: sería dañino para el desarrollo futuro del país, argumenta el financiero y contratista superprivilegiado. Pero estos asuntos continuarán en la línea de fuego hasta que se agoten las energías disponibles y venga el veredicto de las urnas.
En medio de todo este rejuego de posiciones, intereses y destino en juego, se esparce una noción abarcadora: el surgimiento de toda una nueva realidad. La aparición de Morena como novedoso fenómeno abarcador que crece, se consolida y empieza a trasformar la visión que se tenía de la política y lo social desde los años 80 del siglo pasado. Morena y AMLO viajan en esa cresta transformadora y de futuro.