n homenaje al estilo cáustico del espíritu burlesco del desaparecido Roland Topor, ecléctico pintor, novelista, dramaturgo y actor, se creó un premio con su nombre. La primera ceremonia de estas recompensas, destinadas a los creadores del espectáculo vivo, fue delirante como el humor del homenajeado. Tuvo lugar en el teatro del Rond-Point, dirigido por Jean-Michel Ribes. Cómplice de Topor, ambos realizaron dos series de sketches televisivos: sátiras de la publicidad, las modas de sociedad y la misma televisión.
Ribes es, junto con Nicolas, hijo de Roland, uno de los creadores del Premio Topor: los premios de lo inesperado, aclaró que no se trata de satirizar a otros galardones para la gente de teatro en Francia. Su objeto es premiar al creador, aún no reconocido, pero capaz de innovar el espectáculo al adentrarse en senderos inesperados.
El jurado, constituido por un grupo de personas, todas ellas presidentes de jurado
, toman su decisión a su antojo, sin restricción ni presión alguna. Sin querer criticar corrupción o favoritismos de otros galardones, situaciones sin duda desconocidas en México, los Topor se pueden dar simplemente a un amigo. Los premios llevan nombres también inesperados: Al mejor espectador, Por qué no me fui durante el entreacto… porque no hubo: Crítico que aprecia todo o Hizo bien en escribirlo.
Desde el inicio de esta ceremonia, decidida a distinguirse de las entregas de los Molière, César, Óscar u otra, donde los recompensados se alargan en discursos de agradecimiento, se agradeció a papás, mamás, cónyuges y abuelos de los triunfadores de una buena vez por todas.
Durante la ceremonia, animada con breves números cómicos, se leyeron textos de Topor. Su humor de tinta negra
superó todas las tentativas de los participantes en el acto para hacer reír al público. Sus esfuerzos para arrancar la risa eran a veces demasiado visibles. Topor nunca se dio ese trabajo, le era natural reír y hacer reír. Su risa, inolvidable, era al mismo tiempo un aullido de desesperación, un grito contra la solemnidad y la estupidez, acaso lo mismo.
Fui amiga de Roland desde mi llegada a París, en 1975, cuando lo conocí en el taller de litografías de Peter Bramsen, el mejor de sus amigos. Hoy, su hijo Nicolas lo es de Christian, hijo de Peter: crecieron juntos.
Roland y yo nos veíamos a menudo en los sitios más inusitados, lo mismo el café-bar de La Palette, una iglesia o el cementerio de Montparnasse. Lugar donde sería enterrado en 1997 mientras la banda de músicos de l’Ecole de Beaux-Arts tocaba unos blues para despedirlo. A cada uno de nuestros encuentros, los proyectos se disparaban como fuegos pirotécnicos. Las ideas más inusitadas y extravagantes eran nuestra plática. Todavía ahora oigo su carcajada en mi mente. Todo lo hacía reír, excepto, dijo, lo muerto: lo aburrido, lo solemne. Invitado a la inauguración de una muestra de pintura de Soriano en el Senado francés, Roland lo felicitó en las puertas y se negó a entrar. Aceptó ingresar en la embajada de México a un coctel con motivo de la edición francesa de El ojo de Buñuel, de Fernando Cesarman, no sin aclarar al embajador Flores de la Peña que si entraba en un lugar tan solemne era porque en México la gente sabe reír de la seriedad.
Generoso, me obsequió su espeluznante álbum de litografías titulado Epikon. La última vez que lo vi fue en casa de Bramsen. Otro pintor presente acababa de sufrir una hemorragia cerebral y apenas podía hablar y caminar. Me explicó que, antes de su accidente, tuvo un signo de alerta al no poder tocarse los dedos unos con otros. Repetí esto a Topor, quien estalló en una de sus célebres carcajadas y tocó con su pulgar sus otros dedos, diciéndome que ese gesto lo vacunaba contra tal accidente. Apenas una semana después, Roland cayó en coma a causa de una hemorragia cerebral. Era el cruel mes de abril de 1997. El eco de su risa redoblaba en el aire como doblan las campanas.