La obra tridimensional de la surrealista se aloja en su museo, en la ex penitenciaría de San Luis Potosí
encerradosen crujías y celdasFoto Hermann Bellinghausen
Domingo 15 de abril de 2018, p. 2
San Luis Potosí, SLP.
Viva, muerta o transfigurada, Leonora Carrington inunda de magia los espacios donde se desata su galería de criaturas que echan a rodar, flotar, trotar, marchar, volar, o todo junto. De esta manera, el nuevo museo dedicado a sus esculturas en esta ciudad provoca un vasto y expresivo cadáver exquisito. Ella fue de los pocos surrealistas fundadores que sobrevivieron al siglo XX, y al surrealismo. Y en 2018 su fauna, su flora, sus cortejos imposibles, sus músicos, comediantes, monstruos y ángeles vinieron a dar al lugar más improbable: una cárcel.
Recinto de libertad creativa
El Centro de las Artes de la capital potosina fue penitenciaría de 1890 a 1999. Miles de reclusos languidecieron, sufrieron, deliraron y purgaron aquí. Un inquilino llegaría a presidente: Francisco I. Madero. Tras devenir obsoleta, la cárcel se ofrece hoy como recinto de libertad creativa (talleres, clases, estudios, exposiciones, conciertos) y esta primavera se estrenó como casa para la obra tridimensional de Leonora Carrington.
La paradoja reside en la naturaleza de estos seres oníricos y chocarreros encerrados
en crujías y celdas donde los muros, en vez de ayes y aullidos pintarrajeados con sangre y excremento, exhiben un pulcro poema espiral de Octavio Paz y una relación de los surrealistas originarios que llegaron a México. Con luz o bajo sagrada penumbra, en cada celda acechan los seres liberados (habrá quien los llame fantásticos) de la imaginación y las manos de Leonora con pupilas en la punta de los dedos. Ella, la mujer-caballo que fue y vino de la locura para regocijo del padrecito André Breton, la gacela celta que dejó atrás a su familia puritana y la estúpida Europa en guerra para llegar a México con todos sus huesos e inaugurar la segunda y más larga parte de su vida.
Un cerdo con alas digno de Pink Floyd. Un cisne dragón. Un cocodrilo canoa para pasear a sus cocodrilitos. Reyes sin corona, coronas sin rey, elefantes murciélago, instrumentos para la música de Nunca Jamás. Comediantes, máscaras, graciosos vehículos, las líquidas metamorfosis de aves y saurios. Hemos visto algunas de estas criaturas a la intemperie en el Bosque de Chapultepec y otros espacios públicos, otras viajaron a museos y galerías del mundo, y ahora infiltran una vieja cárcel con esplendor irónico, magia, espanto y risa, todo a la vez como es todo con Leonora la que escribió, la que dibujó (y cómo); unos cuántos dibujos de extrema delicadeza asoman en las celdas pobladas de quimeras pre o poshumanas, aladas y con símbolos a punta de lápiz en sus ojos.
La experiencia europea –de París a Marsella, de la pasión por Max Ernst al manicomio en Santander y la caballerosidad andante de Renato Leduc, de la fiesta surreal a la amenaza nazi– la convenció de desafiar lo racional en los términos de Paul Eluard cuando describía en 1937 al Max Ernst dadá, quien como otros al fin de la Primera Guerra sepultó “a la vieja Razón, causa de tantos desórdenes, de tantos desastres, no bajo sus propios escombros –que la Razón convierte en monumentos– sino bajo la representación de un universo liberado”.
Sueños liberados, miedos y abismos en estampida
Qué, si no, fue, es y será el mundo lleno de mundos de Leonora Carrington. Sueños liberados. Miedos y abismos en estampida. Revelaciones mitológicas. Chistes como para morirse de risa. La antigua ergástula potosina les viene a estas figuras como anillo al dedo, fieles al azar supremo de las coincidencias nunca casuales que acompañaron siempre a Leonora en su andar (o biografía) y en su aventura interior. Por poner un ejemplo: en la primera edición mexicana de El séptimo caballo y otros cuentos (Siglo XXI Editores, 1992), el séptimo párrafo del relato del séptimo caballo en siete palabras repite siete
y setenta y siete
... en la página 77.
En Los últimos días de Nuevo París (The Last Days of New Paris, Del Rey Books, 2016), el novelista fantástico China Miéville, a la manera de Phillip K. Dick en El hombre en castillo, imagina que en 1941 la ciudad de París, ocupada por las tropas alemanas, queda atrapada en un pliegue del tiempo que impide el fin de la guerra, y en 1950 la resistencia sigue en las calles a causa de un imprudente periodista y espía yanqui que infiltró en Marsella al exilio surrealista y liberó sin querer el poder de los sueños. Las criaturas del grupo cobran vida, se materializan en plena monstruosidad violenta oscilando entre lo fascinante y lo espantoso. Desfilan las manifs (manifestaciones, ¿manifiestos?) de invenciones de Magritte, Delvaux, Varo, Picasso, Domínguez, Paalen, Ray, Lamba, Tanguy. Ernst o Breton detrás de lo real y lo amenazan. La primera manif de la novela, que casi arrolla al protagonista, un combatiente de la resistencia, es una Bicicleta y ciclista monumental de Leonora Carrington que lo persigue durante cuatro páginas.
Por los patios y crujías del ex penal potosino, las figuras de Carrington hoy se manifiestan con locura y esplendor. En otra pared, un esténcil la retrata bajo una frase retadora, de esas de Leonora: La desintegración es una dicha. Es un disparate ser sólido
. Más en un mundo donde, como predijera Marx, lo sólido se desvanece en el aire.