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La genética de las coníferas
E

n su columna de La Voz Brava, esta esporádica publicación de atemporales noticias curiosas de aquí y de allá que, a medida que sigue viva cada vez me interesa más, Clarisa Landázuri cuenta hoy que de las conversaciones que oye entre los parroquianos de su café en Brava, una de ellas se le ha asido de una manera tan inquietante que se ve con la urgencia de registrarla, pues no sabe de qué otra manera desprenderse de ella con tal de quedar en paz.

Se trata de un asunto que supone importante. Se lo oyó comentar a un cliente que, por la energía, la seguridad y hasta la gracia con las que hablaba, por las maneras de hombre de mundo que acompañaban su expresión, le pareció ser un amplio conocedor no sólo sólido, sino altamente reconocido en los círculos más prodigiosamente conocedores tanto de donde fuera que él viviera como de todas partes. Era un hombre en sus tardíos sesentas, blanco, muy bronceado por el sol, alto, fornido, de ojos tan azules que brillaban incluso tras la lente de los anteojos, de cabeza grande calva, de bigote y barba de candado de pelo tupido, grueso, más bien rizado y canoso, con huellas de haber sido rubio que, aun cuando hablaba un perfecto español, localizable en este país, si bien con modismos de toda Iberoamérica, a ratos conversaba con igual soltura en otras lenguas, en especial inglés, pero también alemán, francés y, según algunas expresiones que se le escapaban, yiddish, árabe, italiano, ruso. Y de paso a ratos jugaba con hablar español con el acento con el que lo hablarían los parlantes de todos estos idiomas, aparte de japonés, chino e hindi.

Mientras tomaba café con su hermana, según se dirigía a ella, se refirió a diversos temas que, entre incontables otros, incluían, desde la música (daba la impresión de ser particularmente aficionado a Beethoven) y el arte abstracto en México (habló con familiaridad de tres de los fundadores de La Ruptura), hasta la conducta de los perros y los gatos (a los que parecía conocer y querer íntimamente y por igual) y sin dejar de abarcar, de paso, el singular crecimiento de determinados pinos. Y fue precisamente este último punto el que desató la inquietud de Clarisa y el que, por tanto, se apresuró a formular en La Voz Brava para, con suerte, dejar de pensar en él con el desvelo, la monomanía y la ofuscación con los que, forzada, pensaba en él.

Según le expuso a su fascinada interlocutora, al tiempo que le señalaba unos pinos particulares entre la arbolada que a la redonda poblaba el Café Bravo, crecían inclinados, como se podía observar a simple vista, por razones sin duda genéticas. La observación llamó de forma tan singular la atención de la señora enfrente de él con la que tomaba café, que le preguntó si ya había sometido su curiosidad al instituto de investigación pertinente, pues, según ella, ignorante confesa, era tan aguda que merecía ser considerada por la ciencia. Él rió ante el comentario y luego le explicó a su hermana que le agradecía la buena idea pero que, para someter a consideración de un instituto un señalamiento de este tipo, él debía no sólo fundamentarlo sino formularlo y, en estos momentos, él tenía otras cuestiones en las que concentrar todo su tiempo y toda su atención.

Confiada en que él sabría el porqué de la respuesta negativa, con naturalidad le preguntó exactamente cuál era su especialidad dentro de la física. Él volvió a reír. Y con gran sencillez le contestó: “A mí me aburren las especialidades. Si me quisiera definir en los términos más simples, diría, modestamente, que soy un ‘filósofo matemático’. Mi interés es el conocimiento; lo que uno puede discernir de la Naturaleza entendiendo sus señales. En términos más crasos, diría que soy un físico teórico cuyos intereses van mucho más allá de la física. Mi ‘especialidad’ del momento es la neurocardiología. ¿Satisfecha, hermanita?”

Clarisa habría dejado ahí el asunto, o el asunto ahí la habría dejado a ella, de no haber sido porque, a partir de esta conversación que oyó, pino de esa clase que veía, en cualquier rumbo de Brava o incluso de la capital, pino que veía inclinado. Y la sucesión, tan persistente y tan ubicua, en vez de alegrarla como testigo en que la convertía de una confirmación científica, la atormentaba, al grado de recurrir a La Voz Brava para liberarse del tesoro que carga de una revelación que no le corresponde.