a se instaló la primavera: a sacar la ropa ligera, las mujeres los vestidos y las sandalias; los hombres las camisas de manga corta y si se quiere poner elegantón, una guayabera. Y a gozar esta temporada de renacimiento, en la que florecen y reverdecen las plantas, se instala un agradable calorcillo y mariposas de colores comienzan a revolotear, incluso en lugares impensables como el Centro Histórico.
En los parques y camellones proliferan los agapantos con su jubilosa semejanza a fuegos artificiales; los fresnos se cubren de hojas tiernas de un verde luminoso y por doquier los manchones violáceos de las jacarandas, que tienden a su alrededor un tapete de delicadas florecillas. El paseo por la avenida Juárez nos brinda el placer de las voluptuosas flores color perla de las magnolias que bordean la Alameda.
Hay que aprovechar para darse una vuelta por la plaza de la Santa Veracruz, nombre que le da una de las iglesias que la adornan; recubierta de tezontle y con chiluca plateada en las portadas, es una buena muestra del barroco del siglo XVIII. Muy desnivelada desde hace años, con los recientes sismos sus achaques se agravaron.
Enfrente se encuentra San Juan de Dios, igualmente atractiva, con su portada de nicho abocinado y coloridas columnas, ambas armonizan maravillosamente con el resto de las edificaciones de la plaza: el antiguo hospital de San Juan de Dios, ahora museo Franz Mayer, de los mejores de la ciudad por la calidad de las colecciones y la hermosura del inmueble. Junto se encuentra una casona del siglo XIX, que aloja al museo de la Estampa.
Continuamos la caminata hasta la plaza Manuel Tolsá, una de las más bellas y elegantes, con el palacio de Minería, notable construcción neoclásica, obra del arquitecto que bautiza la plaza. No desmerecen los palacios de Comunicaciones, hoy sede del Museo Nacional de Arte (Munal), el de Correos, el antiguo templo de Betlemitas, hoy museo del Ejército, cuyo convento, ahora magníficamente restaurado, aloja al de Economía y varias otras construcciones de buen porte.
La estrella del lugar es la estatua ecuestre, también obra de Tolsá, que llamamos El Caballito. Ahora nuevamente la podemos disfrutar después de varios años cubierta, mientras trataban de restaurar los daños que le causaron unas personas ignorantes que supuestamente la iban a limpiar. El resultado no es el mejor, pero por lo menos ya está a la vista y confiamos que el tiempo le devuelva la pátina de que fue despojada.
En un costado de la plaza se encuentra una casona siglo XIX, que ocupa parte del predio donde estuvo el hospital de San Andrés, que abarcaba hasta donde ahora está el Munal. Su origen fue un noviciado que los jesuitas establecieron en el siglo XVII, el cual se convirtió al paso del tiempo en un colegio de la orden.
Tras la expulsión de los jesuitas de la Nueva España, una epidemia de viruela azotó la ciudad, por lo que el arzobispo Núñez de Haro y Peralta lo convirtió en un hospital, que fue el más importante de la capital a mediados del siglo XIX.
Aquí se embalsamaron los restos de Maximiliano de Habsburgo; ya se le había realizado en Querétaro, donde fue ejecutado. Se cuenta que el médico que la llevó a cabo vendió los ojos y su sangre como reliquias a admiradores del monarca austriaco y lo dejó en tan malas condiciones que se tuvo que volver a embalsamar para mandarlo a su familia.
Cuenta la leyenda que le pusieron los ojos de vidrio de una virgen para mejorar el aspecto. También se dice que Benito Juárez lo fue a ver y comentó que era alto, pero muy desproporcionado.
El hospital fue demolido a principios del siglo XX y la edificación que ocupa esa parte aloja al restaurante Los Girasoles. En su agradable terraza con la vista a la plaza, se degusta buena comida mexicana. Puede botanear unos chapulines miniatura al olivo. Muy recomendables la crema de chicharrón y el cabrito al maguey. Hay que probar el postre de pétalos de rosa.