Cultura
Ver día anteriorDomingo 8 de abril de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Vox libris
Música nocturna
Foto
John Connolly (Dublín, 1968)Foto © Ivan Giménez/ Tusquets Editores
Periódico La Jornada
Domingo 8 de abril de 2018, p. a16

El nombre de John Connolly se encuentra asociado, de forma definitiva, al detective Charlie Parker, personaje principal de la serie de novelas policiacas con tinte sobrenatural que sigue creciendo año con año. Ahora Connolly deja a un lado a Parker y a sus partners in crime Louis y Angel para tomar el género del cuento. No es la primera ocasión que Connolly (Dublín, 1968) se separa del detective: ha publicado novelas juveniles y de ciencia ficción, y ya hace unos años publicó Nocturnos, una colección de relatos. Ahora regresa a las narraciones cortas con Música nocturna, donde el misterio y lo sobrenatural hacen de las suyas para el deleite de sus seguidores a la espera de la llegada de la nueva novela protagonizada por Parker. A continuación, dejamos a nuestros lectores un extracto de Música nocturna (traducción de Victoria Ordóñez Diví), publicado por el sello Tusquets, con la autorización de Grupo Planeta México

El mundo se había vuelto muy extraño. Incluso el hotel parecía distinto, como si hubieran movido ligeramente todos los muebles en su ausencia: habían corrido el mostrador de recepción medio metro hacia delante, lo que hacía parecer más pequeño el vestíbulo; habían ajustado las luces, de modo que siempre eran demasiado tenues, o demasiado brillantes. Algo no encajaba. Ya no era como antes. Todo había cambiado.

Sin embargo, ¿cómo no iba a cambiar todo si ella ya no estaba con él? Él nunca se había alojado solo aquí antes. Su mujer siempre había estado a su lado, esperando a su izquierda mientras él hacía la inscripción en el hotel, observando con aprobación silenciosa mientras él firmaba en el registro, apretándole el brazo mientras él escribía Señor y señora, como hizo aquella primera noche, cuando llegaron para disfrutar de su luna de miel. Su mujer había repetido aquel pequeño gesto tan íntimo en su retorno anual a partir de entonces, dejándole saber, a su manera callada, que no iba a tomarse a la ligera ese matrimonio, esa unión de los diversos aspectos de ambos bajo un mismo nombre. Se tenían el uno al otro y ella nunca lo había lamentado, y nunca se cansaría de su relación.

Pero ahora ya no había ninguna Señora, sólo un Señor. Observó a la joven recepcionista que estaba detrás del mostrador. No la había visto antes, por lo que supuso que sería nueva. Allí siempre se encontraba con empleados nuevos, pero en el pasado aún quedaban algunos de los antiguos para transmitirles una agradable sensación de familiaridad cuando se alojaban en el hotel. Ahora, mientras le preparaban la llave electrónica y pasaban su tarjeta de crédito, se tomó algo de tiempo para fijarse en los rostros de los empleados y no reconoció a ninguno. Ni siquiera el conserje era el mismo. Al parecer, el tránsito de su esposa a la otra vida lo había cambiado todo. Su muerte había inclinado el mundo sobre su eje, desplazando los muebles, las lámparas, e incluso a la gente. Habían muerto con ella y todo había sido sustituido en silencio, sin una sola objeción.

Pero él no la había sustituido por otra, y nunca lo haría.

Se agachó para alcanzar su bolsa y sintió de nuevo una fuerte punzada. El impacto fue tan agudo, y tan brutal, que lo dejó sin aliento y tuvo que apoyarse un momento en el mosrador de recepción. La joven recepcionista le preguntó si se encontraba bien, y él le mintió y le respondió que sí. Llegó un botones y se ofreció a llevarle la bolsa a la habitación, dejándolo con una vaga sensación de vergüenza por no poder desempeñar siquiera esa sencilla tarea por su cuenta: llevar una pequeña bolsa de piel desde la recepción hasta el ascensor, y desde el ascensor hasta su habitación. Sabía que nadie lo miraba, que a nadie le importaba, que éste era el trabajo del botones, pero lo angustiaba haber perdido la facultad de decidir. Aunque hubiera querido hacerlo, él no habría podido llevar la bolsa, no en aquel momento. Le dolía todo el cuerpo, y cada uno de sus movimientos ponía de manifiesto su debilidad. A veces se imaginaba que sus entrañas eran como una colmena llena de celdillas rotas y podridas, una frágil estructura que se desintegraría totalmente si la sometían a presión. Estaba llegando al final de su vida, y su cuerpo se encontraba en un estado de declive terminal.

Acarició la tarjeta-llave en el ascensor mientras subía, y se fijó en el número de la habitación anotado en la funda de papel. Se había alojado en esa misma habitación muchísimas veces, pero siempre con su esposa, y recordó una vez más lo solo que estaba sin ella. Sin embargo, no había querido pasar este aniversario de boda, el primero desde su muerte, en la casa que habían compartido. Quiso hacer lo que siempre habían hecho a fin de conmemorar su matrimonio y honrarla a ella, por lo que llamó al hotel y reservó la suite que le resultaba tan familiar.

Foto
Portada del libro del escritor irlandés, publicado por Tusquets

Tras un breve forcejeo con la cerradura electrónica –¿qué tenían de malo las llaves metálicas, se preguntó, para que fuera preciso sustituirlas por unos trozos de plástico tan desagradables?– entró en la habitación. Todo estaba limpio y ordenado, anónimo sin llegar a ser impersonal. Siempre le habían gustado las habitaciones de hotel, y apreciaba la posibilidad de imponerles elementos de su personalidad mediante actos tan sencillos como colocar un libro en la mesilla de noche, o dejar los zapatos al pie de la cama.

Había una butaca en un rincón, junto a la ventana. Se hundió en ella y cerró los ojos. La cama lo había tentado, pero temía que, si se tendía en ella, quizá no sería capaz de levantarse de nuevo. El viaje lo había dejado exhausto. Se trataba de su primer trayecto en avión desde la muerte de su mujer, y había olvidado lo engorroso que resultaba ahora volar. Era lo suficientemente viejo para recordar una época en la que no siempre fue así, cuando los vuelos aún conservaban un toque de glamur y de emoción. En el viaje de ida había cenado la comida envasada del avión, y todo lo que comió y bebió le supo a cartón y a plástico. Vivía en un mundo compuesto de cosas desechables: vasos, platos, matrimonios personas.

Debió de haberse dormido, porque cuando abrió los ojos la luz era distinta y él tenía un gusto amargo en la boca. Miró su reloj de pulsera y le sorprendió comprobar que había pasado una hora. Además, se fijó en que había una bolsa en un rincón, quizá traída por un botones mientras él dormía, pero esa bolsa no era suya. Maldijo en silencio al muchacho. ¿Acaso era tan difícil subir la maleta correcta? Ni siquiera había muchos clientes en el vestíbulo cuando se registró en el hotel. Se levantó y se acercó al objeto en cuestión. Era una maleta roja cerrada, que reposaba sobre una mesita junto al armario. Se le ocurrió que quizá no la había visto al entrar en la habitación, cansado por el viaje. Puede que ya estuviera allí antes. La examinó: estaba cerrada con llave y tenía un pañuelo verde atado en el asa para ayudar a distinguirla de maletas similares en las cintas de equipajes de los aeropuertos. No llevaba ningún nombre escrito, aunque el asa estaba un poco pegajosa donde habían arrancado la etiqueta de la compañía aérea. Echó un vistazo a la papelera, pero estaba vacía; ni siquiera pudo valerse de una etiqueta desechada para identificar al propietario. Y, sin embargo, la maleta le resultaba extrañamente familiar...

El teléfono del baño le quedaba más cerca que el del otro lado de la cama. Decidió usar el del baño, pero antes volvió a inspeccionar la maleta. Sintió una punzada de miedo. Éste era un gran hotel de una gran ciudad americana, así pues, ¿no sería posible que alguien hubiera abandonado deliberadamente la maleta en una de sus habitaciones? Se preguntó si no podría encontrarse de pronto en el epicentro de una devastadora explosión terrorista, y no imaginó su cuerpo desintegrándose ni vaporizándose, sino estallando en un sinfín de pedazos como una estatua de porcelana estrellada contra un suelo de piedra. Visualizó sus fragmentos esparcidos entre los escombros de la suite: una parte de la mejilla aquí, un ojo, aún parpadeante, allí. El dolor lo había vuelto quebradizo: habían aparecido grietas en su ser.

¿Las bombas aún hacían tictac? No estaba seguro. Supuso que algunas, las más anticuadas, probablemente sí. Al igual que había confiando en su despertador de cuerda para que lo despertara aquella mañana (cuando tenía que coger un avión, o llegar a tiempo a una reunión, vivía atemorizado por los cortes de luz), quizá sólo serviría una bomba de relojería, con una llave en la parte posterior, cuando el fracaso no era una opción.

Se acercó con cuidado a la maleta. Se inclinó para verla mejor y escuchó, conteniendo el aliento para que su respiración entrecortada no tapara ningún sonido revelador. No oyó nada, y se sintió estúpido al instante. Sólo era una maleta extraviada. Llamaría a recepción y pediría que se la llevaran.

Entró en el baño, accionó el interruptor y se detuvo justo antes de descolgar el teléfono. Había toda una serie de cosméticos y artículos de aseo alineados cuidadosamente junto al lavabo, además de un cepillo, un peine y un pequeño neceser. Vio cremas hidratantes y lápices de labios, y, en el cubículo de la ducha, un frasco de champú de manzana verde junto a otro de acondicionador de jojoba. En el cepillo descubrió unos cuantos cabellos rubios (...)

[email protected]