ntre las efemérides notables de este año y, específicamente de estos días, una que merece ser recordada y señalada con entusiasmo impar es el 50 aniversario del estreno de esa portentosa película que es 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), vista por vez primera el 2 de abril de aquel emblemático y conflictivo año. En estas cinco décadas se han escrito miles de páginas respecto del filme, de su calidad pionera, y la enorme influencia que ha ejercido desde entonces en todos los ámbitos del cine y la comunicación audiovisual. Marcar este importante cincuentenario fílmico y cultural debe pasar, claro, por el exhaustivo análisis del sustento conceptual y la continuidad narrativa de la película, y por la glosa de la particular (y controvertida) visión de Kubrick sobre la evolución del hombre y su futuro, y sin duda, por la reconsideración de la proeza técnica que significó la concepción, diseño y fabricación de los notables efectos visuales que hacen de 2001 una película que, a tantos años de distancia, conserva intacta su capacidad de asombrar poderosamente tanto a quienes la ven por primera ocasión como a quienes la han visto y analizado una y otra y otra vez. A estas consideraciones sobre el análisis profundo del filme de Kubrick hay que añadir un asunto de capital importancia, que es la pista musical de 2001: Odisea del espacio.
Sí, también sobre este aspecto de la película se han escrito innumerables ensayos, artículos y tesis, lo que no impide que, como el resto del contenido de esta fascinante creación kubrickiana, ese soundtrack siga siendo fuente inagotable, por una parte, de placer sonoro puro y, por la otra, de asombro inagotable ante la improbable (y finalmente perfecta) selección musical del realizador estadunidense. ¿Cómo fue que la introducción a uno de los portentosos poemas sinfónicos de Richard Strauss se convirtió en uno de los emblemas sonoros más potentes de nuestro tiempo, infinitamente comentado, repetido, glosado, parafraseado, parodiado, apropiado y referido a lo largo de 50 años? ¿Cómo fue que el formidable compositor húngaro György Ligeti, hasta entonces conocido y apreciado sólo por un núcleo duro de melómanos y conocedores de altos vuelos, se convirtió casi en una figura de culto, particularmente entre generaciones jóvenes a las que la música contemporánea de concierto no suele llamarles la atención? ¿Cómo fue que el más famoso de los muy terrenales valses vieneses de Johann Strauss Jr. se volvió la música inolvidable de las primeras, igualmente inolvidables imágenes que Kubrick presenta del espacio exterior, sus cuerpos celestes y su parafernalia orbital? ¿Cómo fue que un fragmento de la música de un ballet de Aram Khachaturian escrito sobre diversos elementos de la tradición sonora de Armenia vino a ser el complemento ideal para la tediosa rutina cotidiana y la aséptica (y engañosa) paz en la que se mueven los habitantes de la nave espacial Discovery?
Expresadas así, estas preguntas parecen ser sencillas y de respuesta inmediata. Sin embargo, es mucho más lo que hay detrás de la notable dramaturgia musical de 2001: Odisea del espacio, una dramaturgia que tiene sólidos cimientos en las relaciones estrechas que unen a todas estas músicas con las imágenes a las que acompañan y, de modo más importante, con los conceptos profundos que hay detrás de esas imágenes.
Es un hecho incuestionable que, entre las grandes, indispensables películas de la historia, 2001 es probablemente la que con mayor potencia invita al espectador no solamente a mirarla y pensarla con atención, sino también a escucharla a detalle, una y otra vez. A todas estas y muchas otras consideraciones posibles hay que añadir, indispensablemente, una discusión no menos seria y profunda de la música original que Alex North escribió para 2001: Odisea del espacio, y que fue descartada por Kubrick en favor de las músicas arriba mencionadas. Ese soundtrack, fascinante por sus propios méritos, fue rescatado del olvido y divulgado generosamente en homenaje a North por uno de sus más destacados colegas, el gran Jerry Goldsmith. Los kubrickianos de corazón ya tienen tarea: buscarlo, encontrarlo, escucharlo, asombrarse, sorprenderse.