n 1930, José María Mayáns y de Sequera Calleja y Díez de Rivera, conde de Trigona, aseguró que su bisabuelo, el general Félix María Calleja del Rey, primer conde de Calderón, había muerto ‘tan pobre como había nacido’, y no fue así. Si nació pobre, pero… terminó sus días convertido en el hombre más rico del reino de Valencia… ¿Cómo se forma una fortuna que no existe?”
Así inicia Juan Ortiz Escamilla su libro Calleja: guerra, botín y fortuna (Universidad Veracruzana-Colegio de Michoacán, 2018). Con el golpe de efecto de ese primer párrafo nos advierte que desentrañará la manera en que el jefe militar que destruyó a los ejércitos de Hidalgo y Morelos se hizo rico y poderoso.
Ortiz Escamilla cuenta la trayectoria de un cadete en una corporación militar de antiguo régimen, en la que sólo podían ser oficiales los nobles, y luego, tras su llegada a la Nueva España, su estrella ascendente que lo lleva a convertirse en uno de los hombres más acaudalados de San Luis Potosí y todo el noreste, gracias al poder militar y político, y mediante acciones que hoy (y ayer) definiríamos como corrupción, tráfico de influencias, contrabando, compadrazgo, amenazas y botín de guerra
, es decir, robo mondo y lirondo. Cierto que las prácticas de corrupción y compadrazgo eran la norma en la época colonial, pero Calleja parece haberlas llevado a un nuevo nivel, dados los proyectos y características de los intereses españoles en la frontera norte en la época que le tocó.
Su posición y fortuna, pero también su experiencia militar, adquirida en el Mediterráneo y reforzada en el noreste mexicano, lo pusieron en situación de convertirse en el estratega militar de la contrainsurgencia. En 1810 estalló una poderosa insurrección popular cuyas consecuencias inmediatas
fueron “el desmantelamiento del orden colonial, es decir, la desaparición de las estructuras político administrativas… y la disolución de las jerarquías sociales basadas en el privilegio, la corporación y la calidad étnica”.
Cuando Calleja reunió un ejército en San Luis Potosí y se movió hacia el sur, parecía que su causa era imposible: se decía que a Hidalgo lo seguían 60 mil hombres, que las más prósperas ciudades y las más ricas provincias del reino ya estaban en sus manos. Y, sin embargo, este antihéroe venció en el campo de batalla (de la historia tradicional, sobre la que Ortiz reflexiona con inteligencia).
No contaré sus hazañas: están en el libro. Tampoco lo que le importa contar al autor: de qué manera devastó la guerra a los pueblos y a la economía… y cómo medró Calleja. Como en sus libros anteriores, rechaza esquematizaciones, simplificaciones y tonos en blanco y negro para buscar las complejidades, los matices, los actores colectivos (aunque se trate de una biografía), en fin, la explicación bien documentada.
Calleja, el restaurador visible del orden colonial, fue en realidad, señala Ortiz Escamilla, su principal demoledor
. Tras derrotar (pírricamente) a Morelos en Cuautla, asumió el cargo de virrey, desde el cual coordinó la derrota de los insurgentes desde la política, continuación de la guerra
. Primero gobernando bajo la Constitución de Cádiz y en perpetuo conflicto con los liberales. Manejaba un discurso básico: restablecer la obediencia al gobierno, la paz y la unión (entre europeos y americanos, decía él, otros dirían otras cosas). Para ello aplicó un programa militar que dio resultados. Más adelante presumiría que su habilidad para buscar soluciones había salvado una causa perdida
.
Derogada la Constitución por Fernando VII, Calleja impuso la ley marcial cuando su mayor problema, más que militar, era económico y de recursos. Gracias a él, presumía, la insurgencia, tan poderosa en vida de Morelos, estaba reducida a meras gavillas. Con su dictadura militar y la crisis mundial del comercio de plata (la reconversión del capitalismo de que hemos hablado en otros artículos), Calleja fue el mayor devastador de las instituciones novohispanas y (tras regresar a España cargado de riquezas), el legado de Calleja lo heredó su discípulo más destacado, Agustín de Iturbide
.
Por cierto, siendo Ortiz un historiador que de manera explícita rehúye las historias de buenos y malos para buscar comprender las complejidades del pasado, no puede evitar, porque no puede evitarse cuando se estudia en serio, la siguiente definición del adelantado discípulo: cuando cuenta que la contrainsurgencia sumó a miles de hombres nacidos en América, enlista a sus jefes: “Entre los más destacados figuran Agustín de Iturbide, Anastasio Bustamante… por citar algunos. El peor de todos fue sin lugar a duda Iturbide”.
Recuerdo que hace unos años recuperé una breve e implacable definición de Lorenzo Meyer sobre Iturbide: su honradez no pasa ninguna prueba histórica
.
Pd: sí, el título es tramposo… pero nos permite presentar a través de este libro espléndido la historicidad de uno de los mayores problemas de México.
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