ué posibilidades reales de cambio del modelo económico se abren en las próximas elecciones presidenciales? Ninguna. En los próximos comicios del primero de julio no está a la orden del día el fin del modelo neoliberal en México. No está en puerta la opción de transitar hacia una ruta distinta a la del Consenso de Washington.
Y no lo está, por dos razones distintas. Primero, porque ninguno de los candidatos a la Presidencia postula la necesidad de caminar por una vía posneoliberal. No hay un solo programa de gobierno que sostenga esa alternativa. Segundo, porque desde 1994-1996 se han aprobado una serie de candados legales que blindan jurídicamente el proyecto neoliberal. Todos los aspirantes a la primera magistratura sostienen que hay que respetar ese marco legal.
Por razones distintas, amigos y enemigos de Andrés Manuel López Obrador sostienen lo contrario. Ven en él al candidato de la ruptura. ¿Es realmente así? No. Su Proyecto alternativo de nación plantea que hay que recuperar democráticamente al Estado y convertirlo en el promotor del desarrollo político, económico y social del país. Sostiene que se consultará a la gente si las reformas estructurales se mantienen o se cancelan. Anuncia que el presupuesto será realmente público y se dará preferencia a los pobres. Insiste en la centralidad de la lucha contra la corrupción. Pero no habla explícitamente –como hizo en el pasado– de erradicar el modelo económico neoliberal.
Sin embargo, aunque no hay ruptura de fondo con el modelo de desarrollo seguido hasta ahora, eso no significa que su proyecto sea mera continuidad del actual. Por supuesto que hay cambios, pero lo central se conserva.
¿Dónde están esos cambios? Por lo pronto, en poner en el centro del debate de la campaña electoral la revisión de los contratos para la obra pública y las concesiones gubernamentales, que son, a decir de Lorenzo Meyer, el corazón de la política. Sobre todo, los de la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México (NAICM) y los de las concesiones de explotación de campos petroleros.
Otro cambio tiene que ver con la reforma educativa. El candidato de Juntos Haremos Historia firmó un compromiso con las Redes Sociales Progresistas, el brazo gremial-electoral de Elba Esther Gordillo, en el que se compromete a dar marcha atrás a la reforma educativa, enviando al Congreso un nuevo proyecto de la Ley del Servicio Profesional Docente, eliminando la evaluación punitiva. Su propuesta no toca la redacción del artículo tercero constitucional ni las legislaciones secundarias en la materia.
Pero, más allá de la voluntad política para modificar el modelo neoliberal, está el entramado jurídico construido para evitar que se modifiquen sus aspectos sustantivos. No se trata tan sólo de un candado, sino de un sistema complejo de cerrajería urdido desde las reformas aprobadas por las cámaras, las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el funcionamiento de los organismos reguladores de la economía y la firma de acuerdos de libre comercio. El marco legal aprobado es un verdadero campo minado que favorece invariablemente los intereses de las grandes empresas (muchas de ellas trasnacionales) en contra de las facultades regulatorias del Estado.
Ese nuevo marco legal no comenzó a construirse con el Pacto por México ni con la reforma energética. Esos son, solamente, parte del último ciclo de las reformas neoliberales.
Momento clave para tender este cortafuegos jurídico fue la restructuración de la SCJN en diciembre de 1994. En un golpe de mano, el presidente Ernesto Zedillo destituyó a los 26 ministros que la integraban y estableció una nueva composición de 11. Como lo ha documentado Miguel Ángel Romero (http://bit.ly/2pYBYs2), el proyecto neoliberal en México contó, a partir de ese momento, con un enorme blindaje jurídico. Quien osara realizar cambios legales que pusieran en predicamento los pilares del libre mercado, debía pasar por la aduana que define en última instancia la constitucionalidad o no de esa modificación. Desde entonces, una y otra vez, trátese de la reforma indígena, la ley de Issste o la resolución sobre la constitucionalidad de las evaluaciones docentes, los ministros han votado contra los intereses populares.
Quizás, el ejemplo más contundente de este papel es la discusión que la Corte dio sobre el anatocismo, derivada de la crisis financiera de 1995. En aquella ocasión, la ministra Olga Sánchez Cordero (hoy propuesta por López Obrador para ser secretaria de Gobernación) votó en favor de legalizar la usura.
Fundamental, también, han sido los cerrojos puestos por los órganos reguladores de la economía. En los hechos, en lugar de favorecer la competencia han propiciado la concentración del mercado y fortalecido a los monopolios. Y, lejos de estar dotados de verdadera autonomía, le han permitido al Ejecutivo disfrutar de facultades extraordinarias.
La firma de innumerables tratados de libre comercio (sobre todo en sus capítulos de inversiones) obligaron a modificar la legislación interna y sometieron al país a lo que el Celag ha llamado un nuevo derecho pro empresarial
, dedicado a proporcionar garantías a las inversiones extranjeras.
La cereza del pastel de esta pérdida de soberanía nacional es la reciente adhesión mexicana al Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de Otros Estados (Convenio del Ciadi) y su aceptación de que éste funcione como solucionador de controversias del TLCAN. Con él, como lo ha explicado la Red Latinoamericana sobre Deuda, Desarrollo y Derechos, las trasnacionales poseen un instrumento de presión sobre los gobiernos que, con vestimenta de tribunal de controversias, los amenaza para que no toquen intereses de esas empresas, una vez que, en forma suicida, se han sometido a su autoridad.
No es factible emprender un nuevo modelo de desarrollo en favor de las mayorías (y no estoy hablando de socialismo), si no se desmantela este entramado jurídico abiertamente pro empresarial. En estas elecciones, ninguna fuerza política ha hecho propuestas para acabar con ella.
Twitter: @lhan55