os días que pasan no son más días de guardar, como lo recomendara Carlos Monsiváis. Son, obligadamente, días para recordar, pero sobre todo para no dejar que se vuelvan otra bárbara normalidad.
De esta supuesta nueva normalidad nos hablan documentos, fotos y testimonios de desaparecidos, ajusticiados, encajuelados. Miles de cuerpos echados a las mil y una fosas comunes que ahora definen buena parte de nuestra geografía humana y marcan con increíble saña los rastros de una geografía política nunca bien liberada de su pasado autoritario y totémico.
Un pasado tan vivo que colea y amenaza no sólo con volver, puesto que nunca se fue, sino con restituir sus tejidos arcanos y al mismo tiempo cambiar de piel, de faz y de perfiles. Hacia otra nefanda y aplastante rutina de un poder que no acaba de forjar una legitimidad democrática, la única capaz de darle al alma mexicana un reposo a la altura de sus afanes y dolores. Que ya son muchos.
Las cuestiones que nos acorralan como una agenda pública impublicable están a la vista de todos y deberían ser la miga del discurso que aspira a renovar el poder y su ejercicio. Una renovación sin la cual parece punto menos que imposible siquiera imaginar una restitución de los viejos principios fundadores de la Reforma y la Revolución.
Poner las cosas al revés, haciendo de esas restituciones una condición sine qua non para el progreso de la economía o la modernización de la sociedad, ha sido tarea ingrata de los políticos de la inauguración democrática que en su miopía no pudieron ver más allá de una alternancia ilusoria, carente de contenido y materia gris, sólo capaz de posponer sin fecha de término el inicio de la verdadera y fundamental tarea que se esperaba de la transición: que fuera democrática y no sólo a la democracia, y que no soslayara la otra gran cuestión de estos tiempos mexicanos: la de la justicia social, encadenada so pretexto de alcanzar primero la excelencia económica y la de la justicia a secas, soterrada por años de (in) feliz regocijo con la pax priísta que luego Vicente Fox buscara suceder en silencio con la suya, basada en un excesivo uso y abuso de la riqueza petrolera que nos quedaba. Para ahora dar lugar a la pax de los sepulcros que se nos impuso mientras la coalición de gobernadores ordeñaba las arcas del tesoro federal para crear la ilusión de un federalismo donde no había otra cosa que un (des) orden salvaje que luego se nos quiso vender, en realidad imponer, como república renovada por un PRI cuya novedad quedó pronto en las cunetas de la impunidad y el dispendio político.
Estos son algunos de los términos de un debate reflexivo sobre el fin de este presente que se quiso convertir en tiempo único de la política y la economía, otra vez bajo el influjo fantasmal de una modernización de escaparate. Esa que el gobierno que se va quiere convencernos de que es ya un inventario de logros mal contados, o contados al revés.
Preocupa, y mucho, que hasta el momento no aparezca por ningún lado el intento por ofrecernos un esbozo de la economía política que tendría que estar detrás o debajo de las promesas de renovación o regeneración que nos asestan por minuto los espots convertidos en imaginarias síntesis de un futuro pensamiento político presidencial. Pero soslayar esta dimensión obligada de la política moderna no la elimina del panorama ni nos permite escapar de sus implicaciones desastrosas.
México requiere con urgencia un compromiso político expreso por un nuevo desarrollismo, portador de una combinación efectiva entre economía y política y entre acumulación, crecimiento y distribución. Que supere, y pronto, la absurda separación y subordinación del compromiso social del Estado a los dictados de una política económica que fue más allá del desperdicio.
De seguir posponiendo este compromiso vital, como se ha hecho en este cuarto de siglo de transición sin fin y estancamiento sin momento de quiebre, será la convivencia que nos queda la primera de sus víctimas y la soberanía su saldo final. Triste perspectiva para una democracia tardía que nos llenó de esperanzas y paciencia ante unos cambios estructurales que rendían otros frutos que los prometidos y esperados.
La hora de la verdad debería estar con nosotros para darle a la sucesión presidencial su lustre histórico, extraviado como tantas otras ricas tradiciones del credo republicano.
Apostemos a que el tiempo está con nosotros, porque ya no hay donde comprarlo.