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Perú: crisis política y oportunidades de nueva transición
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ras meses de intensa crisis política, Perú cuenta con un nuevo presidente: el ex gobernador regional Martín Vizcarra. Tras la designación del presidente del Consejo de Ministros, las intensas especulaciones sobre su gabinete empiezan a amainar, mientras las familias descansan el fin de semana largo por Pascua, esperanzadas por los triunfos de la selección de futbol camino al Mundial. Los medios de comunicación aprovechan el clima festivo y el hastío de la gente por toda la podredumbre desparramada en días recientes para tratar de envolverla con los cantos de sirena de la estabilidad, la unidad nacional y llaman con fervor a voltear la página.

El jueves 22 de marzo el Parlamento peruano aprobó la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, quien llevaba un año y ocho meses en la presidencia tras vencer a Keiko Fujimori –la hija y, sobre todo, heredera política del dictador Alberto Fujimori– en la segunda vuelta electoral en 2016 por apenas 41 mil 57 votos. PPK, como conocemos los peruanos a este lobista que pasaba del mundo empresarial y financiero al Estado cual pelota de ping pong, se hizo de la presidencia más por el activo rechazo ciudadano al fujimorismo que por mérito propio. Si bien en la última etapa de aquella campaña electoral se desmarcó del fujimorismo, una vez en el poder no dudó en arrodillarse ante éste cediéndole importantes instituciones, como la superintendencia tributaria o el Banco Central de Reserva. Nada de eso apaciguó la sed de venganza de Keiko Fujimori ni su afán por controlar el sistema de justicia para manipular las investigaciones en su contra. Sin embargo, al mismo tiempo que oficialismo y fujimorismo se lanzaban puyazos públicamente, aprobaban juntos recortes presupuestales en salud, educación e infraestructura pública. En suma, una política de ajuste a costa de los derechos ciudadanos.

Pero el peor error de PPK fue, sin duda, otorgar un indulto ilegal e inmoral al dictador Alberto Fujimori. Ante un primer intento de vacancia presidencial promovido por Keiko Fujimori, Kuczynski no dudó en pactar con el menor de los Fujimori para canjear el indulto por votos contra la vacancia. Liberar ilegalmente a un corrupto y violador de derechos humanos sin que hubiera cumplido su condena ni reconocido jamás sus delitos fue el inicio de su fin. Miles de ciudadanos salieron a las calles rechazando el indulto y repudiando la actitud de PPK. Así, hizo de Alberto Fujimori su principal aliado y de Kenji Fujimori su principal operador. Cuando las evidencias de corrupción en su contra –por hacer asesorías financieras a empresas que contrataban con el Estado mientras era ministro– hicieron su situación insostenible y la mayoría de peruanos pedía que dejara el cargo, utilizó las prácticas mafiosas de su principal aliado: comprar votos de parlamentarios a través de prebendas, cargos y obras públicas. La revelación de estos actos mediante videos grabados por operadores de Keiko Fujimori fue la gota que derramó el vaso y obligó a PPK a renunciar para ceder el cargo a su vicepresidente.

Pero esta sucesión de hechos no es sino el resultado de un problema más estructural. PPK era el sueño hecho realidad de los grupos de poder económico, uno de los suyos, un agente neoliberal sin pudor ni antifaz. Y si ha caído en desgracia no es sólo por sus errores, sino porque los grupos de poder que lo respaldaban también están afectados. Con el escándalo Lavajato no sólo son todos los últimos presidentes electos posdictadura y la candidata Fujimori los que hoy están procesados por corrupción, sino también los más insignes representantes de la clase empresarial, como por ejemplo los representantes de grandes constructoras aliadas de Odebrecht. Es prácticamente toda la clase política y empresarial tradicional la que está involucrada. No se trata, pues, de una simple casualidad. Es, más bien, la prueba de que subyace un sistema que ha permitido y promovido esta corrupción generalizada. Es el sistema consagrado en la Constitución fujimorista del 93 que ha mantenido nuestra democracia secuestrada por el poder del dinero y las mafias.

Hoy, en Perú, tenemos un Estado arrinconado a un rol subsidiario, sin capacidad de planificar ni regular, un mercado capturado por monopolios y oligopolios abusivos, una mercantilización de la salud y la educación, una precarización del empleo, un extractivismo exacerbado que mantuvo una matriz primario exportadora sin diversificación de la producción y con depredación de la naturaleza. Durante años este sistema funcionó a fuerza de coimas, lobbies, financiamiento millonario a las campañas electorales, puertas giratorias y decretos de urgencia. Si no cambiamos ese sistema vamos a repetir la misma historia. En la transición democrática de 2000, luego de la caída de Alberto Fujimori, si bien se logró sancionar a los corruptos y violadores de derechos humanos, se mantuvo ese andamiaje fujimorista cuyos efectos vemos en la crisis actual.

Hoy, los peruanos estamos ante una nueva oportunidad histórica de recuperar la democracia para ponerla al servicio de la gente. Se debe abrir una transición democrática que empiece esa recuperación con –por lo menos– algunas reformas en el sistema electoral. Por ello no podemos permitir que se voltee la página rápidamente, como pretenden los que se sienten dueños del país para poder seguir haciendo sus negocios a costa de los derechos de la gente y preservar su impunidad. Nuestra precaria institucionalidad está quebrada y deslegitimada, no basta ponerle parches y cuñas. Tiene que reconstruirse sobre bases nuevas. Por ello desde las fuerzas de izquierda planteamos la necesidad de un nuevo pacto fundacional político, social y ciudadano sobre la base de la soberanía, la justicia, la igualdad y la solidaridad, una nueva Constitución para un nuevo Perú. Es una tarea que requiere de amplio debate, movilización y organización con protagonismo popular. En esa tarea estamos.

* Sicóloga, antropóloga y política. Presidenta del movimiento Nuevo Perú